Profesor

Hay que decirlo bien alto. Pese a todo, pese a las crecientes dificultades que la tarea docente entraña, hay pocas profesiones en la vida que puedan deparar tantas satisfacciones como la de profesor. Especialmente si se tiene, si se tuvo, la suerte de ejercerla en un ambiente idóneo en el que los discípulos aprecien tu trabajo, valoren tu esfuerzo.

Justamente hoy, cuando el lector tiene estas líneas entre las manos, cerca de mil antiguos alumnos de la vieja "Universidad Laboral" de Cáceres, procedentes de todos los rincones de España, e incluso del extranjero, se reúnen en las aulas de su primera juventud, recorren los pasillos de sus años estudiantiles y se sientan en los pupitres que sustituyeron hace nada a los suyos, en un acto que, más que ocasión para la nostalgia por el tiempo que se fue, es oportunidad para el reencuentro con los amigos que no se olvidan. Para la alegría por el camino recorrido y para la manifestación de afectos que en su día, quizá, permanecieron en la intimidad de cada cual, sin apenas exteriorizarse. La emoción de volver a ver, fundamentalmente a los entonces compañeros, pero también a quienes, como profesores, en aquellos días parecían de otra generación y hoy resultan coetáneos, es inevitable y puede desbordar a quienes la sienten. A todos.

Aunque con el transcurso de los años no tendiéramos a idealizar nuestro pasado y a situar en un pedestal no siempre merecido a aquellos que, cuando jóvenes, nos marcaron los primeros pasos en el camino del saber, ¿cómo podríamos olvidar a quien nos enseñó a razonar, nos mostró el valor del esfuerzo; a quien marcó nuestra, llamémosla así, primera vocación? El recuerdo de los maestros, de los viejos profesores, acaso generosamente desprovisto de los aspectos menos gratos de su personalidad, permanece imborrable en la memoria de las personas de bien. Pero, ¿y en lo que se refiere a nosotros, los profesores? ¿Cómo podríamos olvidar los profesores a aquellos alumnos, como los que hoy se reúnen en Cáceres, que aprovecharon hasta la última gota de nuestro esfuerzo, que apuraron hasta el fondo los conocimientos que procurábamos transmitirles? ¿Cómo no sentir una enorme gratitud por quienes, pues deseaban aprender, daban sentido en cada instante a nuestro trabajo? Por eso, para los profesores, reconocer la suerte de haber sido maestro de quienes, al quererte, aprendían, no es solamente un acto de estricta justicia. Agradecer a la fortuna el haber tratado con personas como las que entonces tuvimos en nuestras aulas y hoy vemos convertidos en amigos, tampoco. Es, son, manifestación de un sentimiento que, por recíproco, supone una de las máximas satisfacciones que el ejercicio de nuestra profesión puede deparar. Son la expresión de la alegría que produce comprobar que tu trabajo fue útil y que la semilla que sembraste, germinó y dio un fruto maravilloso. El fruto que hoy, en Cáceres, se muestra ante nuestros ojos.