Un año después de su llegada al poder, Nicolas Sarkozy se ha convertido más en el presidente de los anuncios que en el presidente de las reformas. Con mucha retórica, muchas promesas --como si aún estuviera en campaña-- y alguna sangrante marcha atrás, la única importante reforma efectiva ha sido la equiparación de todos los franceses en su relación con la Seguridad Social, acabando con antiguos privilegios de profesiones que han perdido peligrosidad o han cambiado la manera de desempeñar el oficio. Buena parte de la culpa de la falta de resultados la tiene la mala situación económica, que el voluntarismo de Sarkozy no quiso admitir. El crecimiento se estanca, el déficit sube y solo el paro mejora. Consecuencia: el poder adquisitivo, que Sarkozy prometió aumentar, se estanca o empeora, y esa es la principal razón, junto a la impúdica exhibición de su vida privada, de su hundimiento en los sondeos. En política exterior, el enérgico, hiperactivo y apresurado presidente francés ha logrado algunos éxitos, como su impulso al Tratado de Lisboa de la UE, que nació de su propuesta de tratado simplificado, o la mejora de las relaciones con Estados Unidos. Ha irritado, sin embargo, a Alemania y a otros socios europeos con su proyecto de Unión Mediterránea, que pretendía apartar a parte de la UE, luego transformado en Unión para el Mediterráneo, con una visión más integrada, forzada por el veto de Angela Merkel a sus pretensiones iniciales. Pero en Africa no ha roto con la política tradicional de la Francia poscolonialista y se ha convertido en un vendedor de centrales nucleares allí donde ha viajado. Este ha sido el rasgo más destacado de su política exterior.