En un país en que la sabiduría popular acuñó el dicho de que quien no tiene padrino no se bautiza, no sé por qué sorprende la propuesta de la presidenta de la conferencia de rectores universitarios. Esta señora lo único que intenta es legalizar una práctica que en España apareció a la vez que las pinturas rupestres.

Aquí sigue funcionando lo del hijo de y el enchufismo, así que por qué esperar a que un alumno acabe la carrera para enchufarlo cuando podemos hacerlo desde que se matricule. No me digan que la propuesta no es apetecible, porque lo que está claro es que jubilados, parados, autónomos asfixiados o empresarios al borde del ERE no van a convertirse en padrinos de nadie.

Bastante tienen con lo suyo para andar haciendo de Corleone. Y digo bien, porque también habrá que plantearse qué beneficios tiene el apadrinamiento, si fiscales, contractuales o vete tú a saber qué negras componendas. O a lo mejor pienso mal y no existe otro beneficio que la satisfacción de ver cómo un alumno brillante no se queda en el camino; pero entonces llamemos a las cosas por su nombre, y nos dejamos de eufemismos.

Esto no es apadrinamiento sino caridad o limosna, y eso en un país que por poco no organiza unos juegos olímpicos que hubieran costado bastante más que el presupuesto para becas. Visto así, la propuesta queda corta. Yo propongo apadrinar enfermos de la sanidad pública (decidir quién se cura y quién no) o afectados por las hipotecas, etc. El campo es infinito. O directamente salir huyendo. Un gobierno que permite que un alumno estudie por limosna acabará creyendo que no somos ciudadanos y electores, sino pedigüeños.