El cambio climático es, sin duda, el desafío más importante al que se enfrenta nuestra sociedad. No por los efectos ambientales de los que nos advierten los científicos desde hace ya bastantes años, encabezados por el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC), sino por las hondas repercusiones socioeconómicas que trae consigo.

Hoy se da a conocer en París otra entrega de los trabajos del IPPC, que se augura que será pesimista sobre los avances de la lucha contra el cambio climático. El aviso es que si cumplir el protocolo de Kyoto, que se ha revelado ya como un tímido e insuficiente parche, puede resultar caro, no cumplirlo será muchísimo más, como ha puesto de manifiesto el informe Stern. Y es que cada ciudadano de la Unión Europea emite a la atmósfera diez toneladas de CO2. En todo el planeta, 8.000 millones de toneladas anuales. Hoy no existen sumideros --vías de escape, factores atenuantes-- capaces de absorber esa enorme cantidad. Los bosques del planeta, en los que algunos habían depositado excesivas esperanzas, no son capaces de absorber más allá del 7%-8% de los gases contaminantes que emitimos. La única solución realista pasa por reducir esas emisiones. Cada ciudadano puede --y cada día que pasa debe más-- contribuir en su vida diaria a conseguirlo, pero no sería justo echar la culpa a los ciudadanos mientras los poderes públicos hacen dejación de sus responsabilidades mirando para otro lado.

Reducir las emisiones es incompatible, por ejemplo, con el descontrol en el sector de la construcción que vive nuestro país; o con la proliferación de vehículos todo terreno que generan mucho más CO2 que un vehículo convencional; o con modas tan alejadas de nuestro estilo de vida tradicional como la proliferación de viviendas adosadas extendidas por todo el territorio que resultan energéticamente muy ineficientes. Otro ejemplo reciente es la polémica de la fabricación de biodiesel, basado en la utilización de vegetales que, bueno será recordarlo, no aprovechan más del 2% de la energía solar que reciben. Si añadimos el coste energético de los cultivos y del proceso industrial posterior para generar el biodiesel, el resultado es de una ineficiencia sorprendente.

Y a la ineficiencia energética se añade la perversión económica. Se ha visto en México durante las últimas semanas, en las que el maíz se desvía del consumo humano a la producción de biodiesel, con el consiguiente incremento de su precio como materia prima y el desabastecimiento de las poblaciones que no tienen otros recursos alimenticios. Que estas alternativas de producción también se estén subvencionando en nuestro país exige un honda reflexión. Bien está que los poderes públicos --en Extremadura los ayuntamientos más importantes y muchísimos particulares-- se apunten al carro simbólico del apagón de ayer, pero debemos exigirles mucho más.