WLw as elecciones legislativas en Marruecos terminaron con sorpresa por la victoria relativa del Istiqlal (Independencia), viejo partido conservador y nacionalista, fiel a la monarquía alauita, que representó a la burguesía promotora del proceso de emancipación. La frustración se adueñó del Partido de la Justicia y el Desarrollo, de inspiración islamista, aunque con reputación de moderado, que se vio a las puertas del poder porque las encuestas vaticinaban su triunfo, pero que tuvo que conformarse con el segundo puesto. La abstención, que alcanzó el récord del 63 % del cuerpo electoral, fue la gran vencedora. El más perjudicado por la apatía y la sorda protesta ante el inmovilismo fue la Unión Socialista de Fuerzas Populares, comprometida con el poder durante el último decenio. El progreso político y la solución de los galopantes problemas sociales de Marruecos, sin embargo, no dependen de este simulacro democrático quinquenal que oculta la naturaleza oligárquica del régimen, bloqueado porque la soberanía está lejos del Parlamento. Mohamed VI ha mejorado la situación de los derechos humanos y no necesita manipular las urnas, pero sus promesas de 1999 siguen incumplidas y la mitad de la población es analfabeta. Domina el panorama como monarca ejecutivo con un Gobierno en la sombra de cortesanos, titular supremo del poder político y religioso, primera fortuna del país, que nombra y destituye al primer ministro, sin tener en cuenta la mayoría parlamentaria, y administra la ortodoxia islámica. El envite no radica tanto en el resultado electoral como en la reforma constitucional que debería recortar drásticamente las exorbitantes prerrogativas de la corona.