Ya sabíamos, claro, que aplaudir no siempre significa lo mismo. Cuando el aficionado, harto de sentirse agraviado por el árbitro, en vez de chillar improperios, le lanza un aplauso rápido, irónico y burlón no le está felicitando. Es su manera de decir que hasta un reloj estropeado da dos veces bien la hora. Están esas otras personas que, apasionadas y desacomplejadas, le gritan y aplauden al televisor. Una forma de desahogo. Los minutos de silencio, la ovación operística, el aterrizaje redentor. Tantos.

Nos está tocando vivir en una época (corta, espero) encerrada entre aplausos. Cada día salimos a celebrar a todos los profesionales en la primera línea de lucha contra el virus (y no solamente sanitarios) por su indoblegable entrega y su incesante trabajo. Estamos tan en sus manos que era un reconocimiento mínimo obligado, que además nos ha sentado bien a todos. Porque el primer aplauso fue emocionante, conmovedor, agradecido y, en cierto modo, ilusionante. Con olor a victoria (futura). Aquí estamos. Por eso seguimos saliendo cada día, puntuales a las ocho, porque les hace falta a los que están en las trincheras. Sí. Pero también nos vale la cita a los demás. Tiene un sentido reconfortante, comunal, de saber que justo al lado hay otro que está igual, de palmadita y ánimo, del «de esta salimos». Y hasta mañana, vecino.

Y, contra cierta intuición, hemos aplaudido mayoritariamente al presidente Sánchez. Su reacción del sábado, con el primer real decreto ley, y sus medidas económicas, enunciadas días después. Incluso pudo vivir un vaciado pleno en el Congreso en el que las distintas fuerzas se limitaron, pescozones aparte, a pasarle la mano por el hombro y mostrar su apoyo. La emergencia ciertamente lo requiere, cualquier cálculo partidista estaría fuera de lugar.

Pero la sobrevenida corte de aprobaciones no debe relajar el análisis y la (sana) crítica. Porque de esta, repito, saldremos. Y no debe dejar de importarnos cómo lo haremos, porque hay una cosa que debemos tener muy claro: la salida de la crisis económica derivada de esta situación sanitaria tendrá que ver más con las medidas de contingencia que con el efecto del virus mismo.

Conviene saber por qué aplaudimos a Sánchez. Se ha granjeado crédito por la firmeza en aplicar las medidas restrictivas a todos los españoles, sin prestar atención a la cuestión territorial. Sobra decir que el virus tampoco atiende a fronteras (como el propio presidente subraya), así que otra opción hubiera sido suicida. Así que nos felicitamos de que haga lo que dicta nuestra Constitución, de que no ceda a las concesiones del separatismo. Hubiera sido una felicitación completa, nada ideológica y cero partidista (que es lo que toca) si el propio gobierno no se hubiera antes mostrado condescendiente y belicoso con la comunidad y el ayuntamiento de Madrid (que además han rehusado a entrar en el juego de las críticas).

Nos alegramos de que la batalla interna en el poliédrico consejo de ministros haya sido ganada por el presidente e impuesto una línea coherente de defensa frente al virus. Pero en realidad sólo estamos agradeciéndole por parar a un sociópata de libro, el vicepresidente que provoca insomnios. Uno cuya agenda política y personal siempre está muy por encima de cualquier pretensión común, él tan defensor de lo colectivo. Son hechos, no palabras. O que me expliquen esa concesión a la comisión del CNI en medio de un real decreto ley de medidas urgentísimas.

No estamos en tiempos de seguir viviendo la política como un juego, sea o no de tronos. Incluso si toda esa supuesta discrepancia interna, si toda la parafernalia, no es real, sino un «relato» (estamos legitimados para odiar ya la palabra así aplicado) construido por Iván Redondo pensando en el día después. Sobra. Porque lo que sí tenemos es la evidencia de un gobierno escaso de coordinación. Alguien debe explicarles que, detrás del cargo público, lo que hay es gestión: servicio público.

Hasta hemos aplaudido la rotundidad, aún tardía. Incluso sabiendo que se perdió un tiempo precioso para reaccionar. Así que mejor no insistir en «nadie sabía nada» o «no se podía prever». Dejad el relato, no cortéis nuestro aplauso. ¿No entendéis por qué seguimos batiendo nuestras palmas?

*Abogado. Especialista en finanzas.