Casi todo el mundo conoce a algún votante de Podemos, y sabe que su desviación es antes fruto del error que del cálculo vicioso o criminal. Si el partido de Pablo Iglesias no existiera, el capitalismo tendría que inventarlo, y la banca desarrolló de hecho un antídoto mal llamado Ciudadanos.

Volviendo al Podemos original, una formación que embotella la revuelta callejera y la almacena en las bodegas del Congreso y del Gobierno, debería ser el yerno soñado por las gentes de orden.

Aprenda por tanto a convivir con Podemos, no se obsesione con la circunstancia de que su acceso a la Moncloa coincida con el 140º aniversario del nacimiento de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, a veces conocido como Stalin. Procede sobreponerse además a la aberración de que, en lugar del pacto racional de la derecha con la derecha, acabe imponiéndose una alianza incomprensible de la izquierda con la izquierda, con el hándicap añadido de un partido que ostenta dicha palabra siniestra en catalán.

Antes de aterrorizarse del todo, recuerde que los Verdes gobiernan fragmentos de Alemania con la CDU democristiana. La domesticación de Podemos en cargos burocráticos no solo debería tranquilizar a sus adversarios. También supone un descanso para los indignados profesionales, que pueden apearse durante un tiempo de la exigente revolución permanente.

SI SE DEJARA de medir el patriotismo por la distancia a los postulados de Vox, se advertiría que Pablo Iglesias emplea la palabra España con soltura casi marcial. Además, encabeza un partido nada frívolo en cuanto dominado por un optimismo histórico que debería enseñarse en las escuelas, en lugar de envenenar a los adolescentes con el cambio climático.

Bajo estas contraseñas, difícilmente puede hablarse de un Frente Popular, salvo en que la mayoría de tiranosaurios socialistas preferían pastar y pactar con el Partido Popular. Y si de paso el PSOE se libra gracias a Podemos de ayatolás ejemplares como Juan Carlos Rodríguez Ibarra, miel sobre hojuelas para Sánchez. *Periodista