Siempre que vengo a España me maravillo ante las cosas que han cambiado y noto en ese momento, de repente, porque no he podido asistir a esas pequeñas mudanzas cuando eran aún imperceptibles a los ojos de quien las contemplaba de cerca. Me alegra volver, aunque sea momentáneamente, y cada retorno provisional constituye la confirmación de que mi sitio está aquí; sin embargo, hay extrañezas inevitables, costumbres nuevas, hábitos que me sorprenden, incluso propios. Por ejemplo, los primeros días suelo atascarme al hablar español y cometo errores que, quien me conozca, comprende y disculpa.

Aterricé el 20 y cogí un AVE directo a Córdoba, donde me esperaba mi familia. La idea de reunirnos allí no sólo corresponde al hecho de que en esa provincia se encuentra una mi patrias chicas, sino que es la opción más viable para quien quiere evitar a toda costa viajar en los decrépitos trenes extremeños. En el pueblo todo continuaba igual, a simple vista, pero una observación detenida me decía lo contrario; dos cosas destacaban que antes no existían: una contaminación promovida por el uso masivo del coche, y una sospecha sutil incitada por el clima político. La primera circunstancia, la abundancia de vehículos circulando por callejas donde apenas cabían, me devolvió un aire irrespirable; me di cuenta asimismo de que los coches han aumentado de tamaño, y la moda yanqui de los todoterrenos parece haberse adueñado de un paisaje por el que antañotransitaban más peatones. «Huele a gas» -recuerdo haber dicho-, justo antes de corregirme, frente a la mirada desconcertada de un familiar: «a gasolina, quiero decir». La segunda, igual de preocupante, está relacionada con el auge de Vox, que contaba con menor representación parlamentaria la última vez que pisé estas tierras. Inquieta, la gente habla del tema; explican el fenómeno desde la ignorancia de sus simpatizantes -«no han leído el programa»-; me cuentan también que hay votantes a los que les da vergüenza confesar que lo son, de lo que se infiere su conciencia del daño que causan.

Como una viene de Estados Unidos, no puede evitar explicar las conexiones ideológicas entre este partido y los círculos políticos de Trump, y las consecuencias nefastas de algunas de las medidas reinantes al otro lado del Atlántico que les han servido de inspiración, como los varios millones de personas que cada año se declaran en bancarrota por no poder hacer frente a los gastos médicos, o el 55% de americanos mayores de sesenta años que prácticamente no tienen nada ahorrado para su jubilación, resultado directo del fracaso de los planes de pensiones privados. Pero prosigo, no quiero comparar aunque sea irrefrenable el impulso, sino limitarme a observar este nuevo país, España, que cada vez veo más distinto. En materia de cambio climático los progresos son pocos, aunque más del 80% crea que estamos en mitad de una crisis medioambiental; en política de partidos, aún sin gobierno y ante el ascenso de la ultraderecha, noto incertidumbre, miedo. No obstante, hay algo que me sorprende para bien: la sensibilización masiva respecto a la violencia de género.

«¿Has visto ese anuncio?» -exclama mi marido, refiriéndose a una campaña en la televisión regional. De camino a Extremadura interrumpe la conversación una cuña radiofónica sobre el mismo tema y a él, estadounidense, le choca tanto como le alegra el hecho de que los mensajes de prevención del maltrato, de asistencia a las víctimas, sean ubicuos y hayan acaparado una atención mediática que en su país de origen brilla por su ausencia. Tengo que pararme a explicar este problema social desde que se convirtió en asunto público, con el asesinato de Ana Orantes, hasta ahora, pasando por los juicios de la Manada y el caso Arandina. A los tres días, de visita en Mérida, entro en el baño de una cafetería y leo en un cartel enorme: «cómo saber si estás siendo víctima de violencia de género» -pese a la gravedad del asunto, me enorgullezco: el despliegue de recursos para paliar esta lacra es inaudito, sin duda fruto de las protestas masivas. Algo funciona, le digo, cuando ciertas cosas no lo hacen: la respuesta social, la combatividad de la gente que, eso sí, sigue intacta.

Si los coches mastodónticos y la derecha más dañina parecen ser engendros importados desde el universo yanqui, dan ganas de exportar allí tanta lucha, entre otras cosas, contra el machismo.

* Escritora