Aquí es como allí. Amanece antes, pero también amanece. Y los pajaritos cantan a su hora. Antes, pero cantan. Y cantan en el mismo idioma. Al menos, yo, ni allí ni aquí, llego a entenderles la salmodia. Estando aquí, a veces, me despierto pensando que estoy allí. Por lo demás, todo es un calco. Tengo techo y colchón, si quiero me afeito y, gracias al mismo Dios que da trinos a las avecillas del parque, tengo para desayunar en los bares. Aquí hay casi tantos bares como allí. O más. Se desayuna a cambio de unas monedas (algunas más que allí), pero como allí. Los bares de aquí, como los de allí, siguen comprando el periódico. Aquí compran siempre dos, porque en la región hay dos periódicos (regionales). Allí también, pero allí solo suelen comprar uno (quizás eso tenga algo que ver con que aquí los desayunos sean más caros). La prensa es culpable.

Aquí la gente es gente como allí. Tres muchachas desayunan mientras fuman cigarros que ellas mismas lían. Allí también veo a la gente fumar ese tipo de cigarrillos. No sé si será algún tipo de droga. El tabaco no era una droga cuando yo levanté las categorías mentales de mi propio caletre. Mucho ríen; debe ser droga. Me fijo más y veo que desayunan tercios (de cerveza). Aquí, en general, se desayunan tostadas como allí. Pero también ensaladilla. Aquí comen ensaladilla a todas horas. El camarero me saluda con simpatía. Aquí, como allí, la gente es buena. O casi.

Leo. Leo las mismas noticias que allí. Aquí, aunque parezca mentira, también se averían los trenes; y los viajeros tienen que terminar su viaje de las maneras más abracadabrantes. Como allí. Aquí, como allí, están pendientes de un AVE que nunca llega. Aquí, como allí, despotrican de otras regiones a las que consideran injustamente beneficiadas por el poder desde que Franco escribía cartas de amor. Aquí empieza a oler a droga.

Aquí, como allí, tienen su propio acento. Pero les entiendo, porque hablan castellano, el idioma del plus ultra. Yo a los que hablan castellano les entiendo, excepción sea hecha con los antequeranos, a los que -Dios me perdone-- no logro entender. Yo entiendo incluso a los que hablan gallego y a los que hablan catalán. Y la dulzura de los acentos --también el antequerano-- me causan un íntimo deleite. Y voy sumando acentos, entrelazándolos en un coro celestial (y español).

Aquí la gente trabaja. Un niño cuatro ojos va al colegio de la mano de su madre. Una madre negra bambolea su culo inmenso mientras cruza en rojo un paso de peatones. Dos mariquitas viejos pasean blandiendo fulares sobre las guayaberas. De las jacarandas caen flores azules que desprenden una resina pegajosa que hace desagradable caminar. Como allí.

Aquí, como allí, la gente habla de los pactos para el gobierno de la región y de los municipios. Y, supongo, que, aquí como allí, la respuesta está más allá. En Madrid o en Pamplona. ¿Dónde está esa autonomía de la que tanto presumís? ¿Dónde está Nin?, se preguntaban en zona roja, y ellos mismos se contestaban: ¡En Burgos o en Berlín!

Mientras desayuno pienso en cuánto nos han separado. O mejor dicho, ¡en cuánto hemos dejado que nos separen! ¡Cuántas mentiras! No hay peor droga que el caramelo del amor enfermo por lo propio. Ahora se quejan de un examen de selectividad en Valencia. El problema no es un examen, sino los diecisiete sistemas educativos en que nos han dividido. Diecisiete autonomías en vía muerta. Pegajosas como la flor muerta de la jacaranda.

Salgo. Las drogadictas siguen, al alba, fumando (y riendo) bajo las copas frondosas de las jacarandas. Pienso en mi gente de allí. En los atardeceres sobre la raya de Portugal. Y en el toro. En las dehesas de Táliga. En los mayorales y en los que hacen tapia. Y si te dejo de querer que las campanas me doblen…