Desde que al final de la segunda guerra mundial el presidente Roosevelt y el rey Abdelaziz bin Saud firmaran una alianza con la moneda de cambio de petróleo por seguridad, las relaciones entre la Administración estadounidense y la casa de Saud han sido estrechas y estratégicas. Han superado todos los baches de la guerra fría e incluso los atentados del 11-S perpetrados por varios saudís. La dinastía de los Bush, que ha cimentado su fortuna con el oro negro ha sido siempre un gran aliado de los saudís. Con Trump las relaciones se han estrechado. No fue casual que la primera escala de su primer viaje oficial fuera Riad, donde fue agasajado con el lujo y el exotismo de las mil y una noches. Ambos gobiernos se necesitan para contener a Irán en la guerra entre Teherán y Riad por ser la potencia regional, sin olvidar la venta de armas estadounidenses al régimen saudí. La desaparición, muerte y descuartizamiento del periodista disidente Khashoggi pone estas relaciones en la picota, pero Trump parece no darse por aludido jugando a ganar tiempo para que Riad orqueste una explicación de lo ocurrido que exculpe a los gobernantes saudís y, en especial, al príncipe Mohamed bin Salman. En este caso, incluso el partido republicano es más combativo para conocer la verdad que un presidente ante su mayor y más inesperada crisis diplomática.