Esta columna pica, escuece, roza como un par de zapatos nuevos, un vestido de fiesta tieso, o un arañazo recién hecho que no puedes dejar de rascarte. Esta columna aprieta como un pantalón demasiado ajustado, como el elástico de la ropa interior en verano, que deja una marca de diminutos mordiscos de goma sobre la piel sudada. Esta columna no te deja descansar, se revuelve como una culebra de agua cada vez que buscas un alivio que no existe, porque yo no quisiera escribir nada de esto, sino tonterías, bromas, algo que aliviara un poco esta espera y nos sacara una sonrisa.

Quisiera haber escrito que mi pulsera de ejercicio protesta cuando trato de engañarla moviendo la muñeca, o agradecer el hecho de no tener vecinos de enfrente que puedan grabar mis clases de gimnasia virtuales, por ejemplo. Tonterías, ya digo... pero esta columna duele y el dolor se calma hablando, contando que no comprendo en qué momento empezamos a pensar con alivio que no nos iba a tocar a nosotros, a escuchar sin salir a gritar por los balcones que una persona de ochenta años puede no ser ingresada en la UCI; a contemplar sin mover un dedo el horror de algunas residencias, horror que el virus solo ha sacado a la luz, pero que ya existía.

En otras, se han encerrado los cuidadores con las personas mayores, y en muchas otras, se dejan la piel para cuidarlos, a pesar de tener la plantilla reducida (son también héroes, no los olvidemos); pero también en muchas privadas se han descubierto la dejadez y el abandono, que nunca nadie se molestó en investigar. Y lo que se ha tardado en enviar ambulancias, o la negativa a enviarlas. Y no puedo dejar de pensar en las personas mayores que no pueden recibir visitas, que han visto restringidas su movilidad y sus actividades, y que suman a su propio olvido el olvido de un país que no los considera necesarios.

No es discutible que una persona de quince años tenga más futuro que una de ochenta, pero también más futuro que muchos de nosotros, no lo olvidemos. En qué momento empezamos a creer que no nos iba a pasar nunca, que no cumpliremos años, y que es normal que alguien muera antes porque le quede menos vida. Por eso, aunque solo sea por miedo, deberíamos preocuparnos.

Una sociedad que da la espalda a sus ancianos está ciega, pero también enferma de un virus mucho más contagioso que el que sufrimos ahora. Se llama estupidez, y es la madre de la crueldad, y la hija preferida de la ignorancia.

*Profesora y escritora.