Rojo y amarillo. Dos rectángulos. Cogidos entre el pulgar y el índice, estirar el brazo y, con un firme golpe de muñeca, plantárselos a alguien en la cara. Amarillo o rojo, depende de lo que determinen las reglas del juego y el criterio del depositario ¡Cuánto poder en un gesto! Yo lo he sentido. Un amigo había recortado tarjetas para que su hijo hiciera de árbitro en un partido. Con semblante adusto, de autoridad inapelable, sancionas la acción de alguien. Ya está ¡Expulsado! por lo dicho o por lo hecho, o apercibido, ¡a la próxima a la calle!

Magnífico. Por la noche, ya en la cama, me entretuve en repetir en mi imaginación el gesto. Iba de un personaje a otro, transida del poder que me otorgaban las tarjetas. Dudaba ¿Amarilla o roja? Quería ser justa y dar a cada caso su importancia, según mi leal saber y entender porque no existe la objetividad sino el discurrir honesto. Y discurriendo estaba yo en la noche, con las cartulinas en el bolsillo, los brazos algo separados del cuerpo, moviendo los dedos cual pistolero, cuando me vino al encuentro Fernández Díaz . Claramente roja directa, no ya por lo que dijo, que me da risa, sino porque siendo ministro no puede ir contra una ley sancionada por el Parlamento ¡Al vestuario! y a recapacitar sobre su comportamiento.

Solucionada la cuestión seguí la marcha, las espuelas sonando y nerviosos los dedos. Las puertas del saloon se abrieron y frente a mí se plantó Artur Mas. Fijos en él los ojos decidí que no merecía la pena sacar tarjeta, ni una ni otra. En realidad era una rabieta. Quiere llevar a los tribunales a Rodríguez Ibarra por haber comparado su estrategia "política" con la de Hitler .

No le acusaba de nada que no fuera de intentar, desde dentro, dinamitar el sistema. ¿Sobre qué se supone que deberán decidir los jueces? A lo lejos veía aparecer más personajes, pero el sueño se apoderó de mi entendimiento.