La pretensión de los independentistas de hacer presidente a Puigdemont, detenido por la policía alemana, es un paso más en la sinrazón de un movimiento que renquea hacia el abismo. Puigdemont, preso ahora en Alemania, será previsiblemente enviado a España para ser juzgado, quizá por el delito de sedición o de rebelión. Gestionar una comunidad autónoma española por quien odia a España desde una cárcel española se antoja un ejercicio de pésima política-ficción. Pero en la psiquis de los independentistas recalcitrantes es más cómodo pelearse con la razón (y con los jueces, y con el Estado de derecho, y con la comunidad internacional) antes que reconocer que tienen un serio problema.

Se les vendió por parte de unos políticos y unos medios de comunicación sin escrúpulos que iban a alcanzar el nirvana con la independencia, y ahora que todo se ha revelado una estafa prefieren cargar contra España, Alemania, Europa, el juez Llarena o el lucero del alba antes que hacerlo contra los dirigentes que les han llevado a esa situación (y de paso contra sí mismos, por creerse tantas mentiras).

Arde Cataluña. La fuga de empresas, el descrédito de las instituciones y el encarcelamiento de sus dirigentes es un buen friso a la hora de explicar qué ocurre cuando una sociedad deja a un lado el espíritu laborioso y de convivencia y se abandona a una ideología supremacista.

Los acomplejados dirigentes del Gobierno, que por propia conveniencia partidista han bailado durante décadas la melodía marcada por quienes dicen no sentirse españoles, han dado la espalda una y otra vez a la ciudadanía, que pide medidas ejemplares para defender el Estado de derecho.

Mariano Rajoy no es el peor de los presidentes en su relación con el nacionalismo, pero sí el más timorato. Barrunto que no va a pasar a la historia como el presidente que activó el 155, sino el que lo activó tarde y mal.