TEtran pequeñísimos libros de autores casi desconocidos y formaban una colección cuyo nombre no recuerdo muy bien. Solían estar en un cajón y alguien en las tardes de siesta, bien en un campamento de verano o en algún internado, me los ofreció por primera vez. Había números difíciles de leer por su demanda. Recuerdo un título: "Uranio en el Montseny", una especie de aventura de espías en la posguerra española con muertos, persecuciones por Barcelona y tal. Y otro que hablaba de un chalet lujoso con coches que subían y bajaban una peligrosa cuesta y una señora que se mataba cuando iba a encontrarse con un amigo. Y los había de pistoleros y hasta una historia de la Roma de Nerón . En fin, librillos casi insignificantes que rellenaron muchas horas, y que en este momento me vienen a la cabeza después de leer el último poemario de L.A. de Villena y, sobre todo, un poema que habla de viajes hacia yacimientos remotos de los que puede no volverse.

Y me vienen a la cabeza cuando escucho a Almudena Grandes hablar de objetivos a medio y largo plazo a la hora de escribir una novela. Y cuando leo a Ruiz Zafón y cuando me acuerdo del mundo de túnicas de Terenci Moix .

Y pienso qué tipo de lecturas ocupan las siestas de nuestros adolescentes para que dentro de unos años, ellos puedan tener Villenas, Almudenas y Terencis. Y recuerdo el olor. ¿Huelen a algo los libros de hoy? El olor de aquellas novelillas y de las páginas coleccionadas del Diario " Ya", donde Manu Leguineche o Miguel de la Cuadra iban narrando por entregas sus aventuras en el Chad o en Palestina, sus viajes en el Transiberiano o su llegada a Samarcanda. ¿Huelen a algo los libros? ¿Saben a algo? Creo que se llamaba "Ardilla" la colección.

*Dramaturgo y director del consorcio López de Ayala