La lógica histórica apunta a que el rechazo del Senado argentino a despenalizar el aborto es una anacronía que el tiempo se encargará de corregir. Sin embargo, hasta que eso ocurra, cada 90 segundos una mujer abortará en el país de forma ilegal, enfrentándose a una posible pena de hasta cuatro años de cárcel, según una ley de 1921, y sin las protecciones médicas, psicológicas, sociales y legales de las que gozaría con la legalización. En el país, cada año se realizan medio millón de interrupciones del embarazo clandestinas, la mayoría practicadas en condiciones de precariedad. La polémica sobre el aborto produce un cisma social entre partidarios y detractores, y divide internamente a los partidos políticos. La religión ha tenido hasta ahora un papel fundamental, incluida la presión indisimulada de jerarcas de la Iglesia para endurecer las conciencias de los senadores que iban a votar la iniciativa de legalización. Mientras, el 70% de la población menor de 35 años y el 70% de las mujeres apoyan la propuesta. El rechazo a la despenalización cae como una losa precisamente sobre las mujeres con menos recursos y en las zonas más pobres de Argentina. Hasta el extremo de que los abortos clandestinos son la principal causa de mortalidad materna en el país. Por todo ello, resulta especialmente condenable que, como ocurre también en la mayoría de países de América Latina, la sociedad sufra la ilegalización del aborto y que la mujer no tenga derecho a decidir sobre su propio cuerpo.