Escritor

Miguel Fisac, con noventa años a sus espaldas como noventa torres inclinadas, no tiene pelos en la lengua. Acaban de concederle el Premio Nacional de Arquitectura y aún tiene la gallardía de revolverse y arremeter contra mitos del pseudoprogresismo europeo, mundial, tal que Le Corbusier, "un camelo, mire usted por dónde". Y con igual soltura clava la daga veneciana de su lengua en el pecho beatificado de Escrivá de Balaguer, con quien afirma que compartió casa y coche y juventud y al que considera una persona con defectos y con virtudes --un particular, que diría Joaquín Sabina--, pero lejos del personaje irreal que han querido edificar esos otros arquitectos de mitos que son los hombres del Opus Dei.

Miguel Fisac mira al mundo casi con el gesto del señor Jerónimo, el entrañable abuelo de José Saramago, aferrado a los árboles y paisajes de su infancia y llorando en dulce despedida. Sólo que a Fisac le han robado los árboles y le han repoblado los jardines de grúas y bulldozers, y ahora no sabe a quién abrazar ni de quién despedirse. Y eso le cabrea, y con razón. Por ese motivo, a este anciano lúcido y tenaz que denuncia la especulación y la falta de ética de los arquitectos del país le dan ahora un premio, para que se calle y lo ponga en los estantes del geriátrico y no dé más la murga.

Es el sistema que aplicamos por aquí. Palo y tentetieso, o la más brutal de las indiferencias. Y es evidente que hay, que siempre ha habido, gente despierta, con la inteligencia a punto de nieve y dispuesto a compartirla con los demás a precio de costo. Pero no le hacemos ni puñetero caso. Su voz se pierde entre el bullicio de las excavadoras y las dentelladas de los tiburones de la bolsa. Qué le vamos a hacer. Se cotiza más alto un ladrillo que un axioma.

Están locos estos especuladores, que diría Obelix; pero olvidamos que son locos peligrosos, que nos están convirtiendo el patio en una habitación sin vistas, en una Colmena sin Cela, en un Mundo feliz sin Huxley y sin felicidad, en un apartamento carísimo al que nos hipotecan de por vida, haciéndonos antes pasar, con fino recochineo, por el suplicio de una inmobiliaria, el despacho del director de un banco, un corredor de comercio y un notario. Y una vez confirmada nuestra morbosa incapacidad para vivir decentemente, y después de firmar un puñado de papeles, que son como los grilletes del reo en el que nos hemos convertido por voluntad propia, entre la totalidad de los arriba firmantes nos bajan los pantalones y nos dan por el agujero de ozono. Lo cual que encima parece que nos gusta.

"No sólo me enfada este paisaje, sino la dirección que lleva el mundo entero. Esta locura de crear ciudades masificadas y de supeditarlo todo a los negocios, para luego tirar la riqueza en un atasco...", dice Miguel Fisac, ese anciano, ese hombre, ese arquitecto que crea ciudades y que predica en el desierto.