Mi primer trabajo, quizá el más importante del día, es arropar a los desarropados, subir sábanas, estirar mantas, bajar persianas por las que se desliza apenas un hilillo de luz. También suele ser el último trabajo que desempeño antes de meterme en la cama, además de recoger unas gafas, un libro, un móvil, un oso aplastado por un cuerpo que crece imparable pero que ahora respira a un ritmo tranquilo, ajeno a todo.

Arropar, desarropar, acciones aprendidas no sabes cuándo que realizas casi por instinto, como cuando te acercas un vaso de agua a la boca en mitad de una noche de sed. Es una tarea gratificante, aunque esté hecha de gestos instintivos repetidos, pero no suele ser recíproca.

Los arropadores no suelen ser arropados en las noches en que el otoño se cuela subrepticio, impregnando el amanecer de un frío forastero que olvidamos cada año. Nadie te elige para una cosa u otra. Se nace, se es. La condición viene implícita como una marca, y se lleva hasta el fin de los días, sin jubilación posible. Quizá queda latente en la infancia, en la adolescencia, en esa época feliz en que aún éramos hijos o hermanos pequeños. Pero enseguida desaparece a favor de otra forma de actuar, de esos pasos que te desvelan por la noche, o de ese interruptor que resuena en tu cabeza como una marcha triunfal, la señal de que tu hijo ha vuelto a casa, no se sabe de qué campos de batalla, y ahora sí, ya puedes descansar tranquila.

Antes has subido la sábana de tus padres, y ahora subes la tuya, la última después de la expedición por todo tu territorio. En ese gesto, late una sensación de trabajo bien hecho, de misión cumplida, de haber subido unas escaleras y mirar hacia abajo, sin vértigo, con los ojos tranquilos. No tiene nada que ver con ser mujer, o con ser madre, aunque la condición doble tu ración de papeletas en este sorteo.

Se nace arropador o desarropador, la mano preparada para revisar frentes, quitar vasos de agua, recoger osos, mecer los sueños antes de sumergirte en el tuyo, para recordar aquellos tiempos en que aún eras una niña, para saborearlos con una mezcla de nostalgia pero también de orgullo por todo lo que te enseñaron, por todo lo que has aprendido de quienes olvidaron su condición de arropadores para dejarse arropar, como niños tranquilos ante la mano mil veces apretada de alguien a quien hasta hace nada llamaban hija.

*Profesora y escritora.