A pocos autores españoles actuales les cuadra tanto esa denominación de «escritor de culto» como a Moisés Mori (Cangas de Onís, 1950). Escritor de culto, culto y oculto, poco dado a moverse de Oviedo, indiferente a esas ferias de las vanidades que son las ferias del libro y que quitan tiempo, que es lo que realmente necesita un escritor, tiempo para leer, pensar, cuestionarse y no celebrarse a sí mismo, y al final escribir algo que valga la pena. De la obra de Mori, que no sigue modas ajenas sino modos propios, han hablado maravillas Enrique Vila-Matas (que, alejado del oficio de reseñista, vuelve al mismo cuando se trata de las obras del asturiano), Gonzalo Hidalgo Bayal o por supuesto su coterráneo y amigo Ricardo Menéndez Salmón. Seguramente sea un escritor para escritores, o al menos para lectores exigentes y abiertos a lo inesperado.

Difícil definir el género de sus libros, más allá de decir que son «ensayos sobre literatura», ensayos en el sentido más amplio del término, que ensayan y prueban, tientan, nuevas rutas de escritura. Cada vez más libre en su escritura, en su último libro, César Aira y la silla de Gaspard, publicado como siempre por la exquisita editorial KRK, aborda la vida y obra de dos autores unidos por su delirante imaginación: el francés Raymond Roussel (1877 -1933), del cual Mori ya habló en su libro anterior, No te conozcas a ti mismo (Nerval, Schwob, Roussel)y el argentino César Aira (1949).

Como en otros escritores solitarios y peculiares, como el francés Pascal Quignard, es el estilo lo que nos hace interesantes los muy personales intereses del autor: el arte de Mori, que es un arte de vivir la literatura como un mundo acogedor, divertido y nada solemne. Un mundo donde nos puede fascinar la extravagancia de Roussel, que con veinte años escribió una novela en verso compuesta por 6.000 alejandrinos, pensando que iba a revolucionar las letras, y que resultó un fracaso, o la de Aira, autor de más de cien obras, muchas veces tan inclasificables como las del propio Mori, quien elogia el “interés por lo minúsculo” del francés y la fantasía desbordada del argentino.

Pero en este libro, además, Mori incluye una divertida ficción autobiográfica pues mientras nos habla de las aficiones de Roussel o Aira va intercalando episodios de la vida de su propio padre, quien “decidió cambiar de nombre después del servicio militar”, dejó su trabajo en la sastrería que había heredado, cambió su nombre de Ismael por el de «Moisés Zoreda» y «empezó a interesarse por los árboles y los pájaros, se hizo vegetariano, terminó pronto por aislarse en una especie de torre o casucha en las afueras», convirtiéndose en un llamativo artista que elaboraba «extrañas esculturas» realizadas en un bosque junto al río, con madera, desechos, piedras y vidrios rotos, y que un buen día, hace una década, con setenta años a cuestas, desapareció sin dejar rastro, para perplejidad de su esposa, hijo, y nieta, que no han vuelto a saber de él.

Ese personaje, el del padre, es el más fascinante del libro: «Mi padre nunca quiso ser escultor, no lo era. Nunca pensó que él hiciera obras o algo parecido; simplemente tallaba con la navaja, recogía y amontonaba cacharros: empleaba con total tranquilidad el tiempo de su soledad ganada. Y pienso que tenía recuerdos; que en ellos también pensaba. En mi madre o en mí, no mucho; es como si nos hubiera borrado. Nunca desveló el misterio, la clave de su conversión».

Sin hacerlo explícito se va trazando un triángulo entre tres artistas tan peculiares como inimitables, por más que la crítica francesa escribiera ríos de tinta sobre el «procedimiento» seguido por Roussel para escribir sus libros o que los lectores de Aira puedan volverse locos con su marea bibliográfica.

* Escritor