Mientras trato de entender cómo funciona el mando del collar de adiestramiento de perros que acabo de comprar, reflexiono sobre hasta qué punto la tecnología gobierna nuestras vidas. Nuestro progreso (o nuestra deriva, según se mire) comenzó con el invento de la rueda, y desde entonces el zoo humano no ha parado de girar y girar. Se suponía que las nuevas tecnologías (el adjetivo nuevas empieza a sobrar) nos iban a hacer la vida más amable, y así ocurre- siempre y cuando los artilugios funcionen. Lo malo es que todo nuestro bienestar depende de los dichosos aparatos y estos tienden a rebelarse a la primera de cambio. Mandos para el televisor, el vídeo, el aire acondicionado, la puerta del garaje, para el dichoso collar del perro.. Demasiados mandos predispuestos a la avería. (Hemos informatizado incluso la obediencia canina). Tener tantos mandos a pilas escenifica precisamente la pérdida del mando de nuestras vidas, hipotecadas a la casquivana tecnología.

Creo que fue el filósofo Julián Marías quien nos alertó de la supremacía de las cosas, que nos han impuesto una dictadura sin la consabida contestación de una aguerrida oposición.

Ahora resulta que van a cambiar la normativa que obliga a los pasajeros de los aviones a tener apagados (en ciertos momentos) sus dispositivos móviles. El otro día escuché en la radio a un tertuliano celebrar la noticia, alegando que así podría leer en el avión. Es una pena que ninguno de sus contertulios le recordara la existencia (no sé si por mucho tiempo) de los libros en papel, esos artilugios que nos hacen la vida más amable y que, oh sorpresa, no necesitan pilas.