Pablo Iglesias decía, hace unos años, que «el cielo no se toma por consenso, sino por asalto». Perseguía, por aquel entonces, pulsar la indignación de los que se sentían agraviados y crear una masa social dispuesta a emprender una cruzada contra «las élites». Sin embargo, no ha sido hasta esta semana cuando hemos averiguado el verdadero sentido de la cita, el que se encondía en el subconsciente, el que nos revela dónde se sitúa el paraíso particular del líder del partido de los círculos. Porque resulta que, para Iglesias, lo más cercano al cielo, a falta de un palacio presidencial, ha resultado ser un chalet, sito en Galapagar, valorado en más de 600.000 euros.

Vamos, que después de años sermoneándonos con sus discursos sobre «la gente» y «la casta», resulta que Pablo es como cualquier hijo de vecino: quiere ganar dinero suficiente como para poder vivir sin preocupaciones, comprarse una vivienda más que digna, y llevar a sus hijos a un buen colegio. Lo que, por sí, no es criticable. Porque cada cual puede aspirar a lo que desee. Y, mientras que no lo consiga por medios ilícitos, nada se le puede objetar. Ahora bien, no hay que olvidar, tampoco, que el líder de Podemos se sirvió de la demogogia más ruin, en sus discursos y arengas, a la hora de hablar sobre los deshaucios, o acerca de la especulación inmobiliaria y del derecho a una vivienda digna.

Y por eso, ahora, con su casoplón de por medio, se muestra, al desnudo, su principal defecto: la impostura. Y no por la compra en sí, sino por los límites que trazó para distinguir lo digno de lo lujoso, cuando se vangloriaba de ser un tipo normal, al tiempo que contraponía su sencillez a la opulencia de los demás. Al final, Iglesias ha tardado menos en deshacerse de sus «proletarias» camisas de Alcampo de lo que Felipe González tardó en abandonar sus míticas chaquetas de pana. Queda demostrado, una vez más, que a la izquierda más revolucionaria solo le hace falta pisar un poco la moqueta para convertirse en la izquierda caviar.