El debate sobre el ATC con el que los españolitos nos leventábamos hasta hace menos de dos meses no tenía nada de sano. Por cómo se había planteado tanto desde el Gobierno como desde los medios de comunicación.

El sistema que Enresa promueve para seleccionar alternativas al almacenamiento de residuos nucleares en España probablemente no sea el mejor. La facilidad con que se han crispado los ánimos en ciertas localidades en las que sus ediles habían apostado por este proyecto, no debe hacernos olvidar que el fundamento del asunto es esencialmente económico. Por un lado, está el evidente coste que supone la gestión y manejo actual de los residuos producidos en nuestro país, lo cual impele a buscar soluciones de manera rápida. Hace unos 20 años ya se vivió algo parecido, con aquella primicia informativa sobre áreas en las que la geología del subsuelo y la ingeniería del terreno daban visos de posibilidad a la definitiva implantación de un vertedero de residuos nucleares (así se llamaba entonces, no tan eufemísticamente como ahora) en nuestro terruño.

El otro vértice económico del asunto es el que abogan los que pretenden negociar con la opinión pública y política para justificar la oportunidad de desarrollo económico de sus municipios. Esta postura no está tan bien argumentada como la primera, pues una economía de mercado no garantiza que un ATC suponga lo mismo que un aeropuerto, una fábrica de coches o unos grandes almacenes.

No obstante, lo que resulta chocante de todo este embrollo es el método, inadecuado, pues parece un pan sacado del horno de circunstancias de mediados de la década de los 90, cuando el debate sobre probables repositorios nucleares estaba en auge en todos los medios de comunicación. El sistema de aquel entonces era mucho mejor que el de ahora, por varios motivos: el primero, que el sistema se planteaba sobre la base de la probabilidad científica, cuando paneles de expertos tenían geografías preseleccionadas, en función del parámetro fundamental en cualquier ATC que se precie: las características geológicas de su subsuelo; el segundo, que no se puede poner el carro delante de los bueyes, pues ¿de qué sirve un listado de localizaciones solo en base al parámetro de la voluntad de unos regidores que desconocen la relevancia nacional de un proyecto de esta envergadura?; por último, la falta de consenso a nivel de Estado nunca permitirá una decisión objetiva, si es que se decide algo, ya que nadie de valía ha salido hasta el momento a la palestra a explicar nada, salvo si se considera una explicación la desesperada apuesta de Industria por Ascó (Tarragona).

Parece que del debate de finales del pasado siglo alguna lumbrera sacó la conclusión de que debería invertirse el orden de las cosas, facilitando un retroceso ideológico del debate nuclear equivalente al habido en los años 60 en Estados Unidos. Es decir, discutir sobre quiénes tienen interés por guardar en su patio trasero residuos nucleares, convirtiendo un proyecto de los más importantes para una nación en un mero juego dialéctico. Así, se plantean serias dudas sobre si realmente se quiere construir un ATC o solo sondear el terreno de lo social para conocer la opinión pública. De hecho, con la filtración de AEDENAT, de 1993, se frustró el proyecto por fracaso del procedimiento. Ahora, sin embargo, con el procedimiento a la inversa, tampoco se garantizará el éxito.

De la misma manera, la opinión política está ausente o juega al escondite. Nadie dice nada o poco y mal sobre el ATC. Conclusión, que la clase política piensa que es mejor no mosquear más al ciudadano, por si remueven a alguno de sus sillas, sean de Génova o Ferraz. Y más aún, si al Gobierno se le ocurriese desarrollar un proyecto de esta índole, muy bien podría ser utilizado por la oposición como lo fue el accidente del Prestige. Lo mejor sería olvidar el proyecto, reconsiderar el procedimiento de selección y abogar por solucionar el problema a largo plazo, asumiendo por otro lado lo que al Estado le seguirá costando (un dineral) el tratamiento de los residuos fuera de España. Y aquí juega un papel primordial la información y educación ciudadanas en temas nucleares (incluyendo, claro, las centrales productoras de estos residuos).

En relación con la gestión, por cierto, nadie -ni ciudadanos ni políticos- parece haberse preguntado cómo van los residuos allende nuestras fronteras: ¿mediante teletransporte? No, van por carretera y atraviesan todo el país y aunque ello se realice mediante un sistema con garantías, existe un riesgo latente en cualquiera de esos envíos, por un simple accidente y fuga, sin contar con otros riesgos nada tecnológicos. Así pues, hay que decirlo, los españolitos, ignorantes todos, creemos más seguro no tener ATC en nuestra comarca (falsos motivos de salud) o comunidad (motivos políticos, también falsos) que transportarlos atravesando ciudades o pueblos.

Cuando cualquier país conoce su subsuelo lo suficiente como para proponerse almacenar residuos nucleares, los ciudadanos deberíamos confiar más en las capacidades técnicas y profesionales de los expertos para tomar las decisiones más adecuadas. ¿A quién se le ocurriría no serlo tratándose de elementos radiactivos, sea en una central nuclear o un ATC?