Malditos sean los atracadores de teléfono en mano. Me provocan tiricia; una tiricia mayor y nunca bien resuelta. Quizá yo sea el cascarrabias que no quisiera ser. Sospecho que las aristas del carácter se afilan con los años (y con la carcoma de las entendederas). Sea como fuere, no aguanto más de tres o cuatro minutos al aparato. Más allá me entra un extraño malestar: ansiedad, temblores, balbuceos, algo de somnolencia y un dolor insidioso en el brazo que sostiene el artefacto. Me aburren las llamadas telefónicas sin fuste. Me desbaratan la paciencia. Unas más que otras, pero todas, salvo las telegráficas, mucho.

El teléfono debiera ser herramienta de paz. No tizona. Hemos perdido el norte y la mesura. Hombres y mujeres. Tanto da. Las mujeres quizá más. Sin ambages, las mujeres más. Hablamos mucho y sin fundamento. Cacareamos sin disimulo. Quizá tan funesta costumbre se deba a vicios en el magneto o a deformaciones en la trócola... O quizá, simplemente, a la soledad de vivir. Todo pudiera ser, pero el caso es que hablamos de más y de más a todas horas.

¡Moderación! ¡Respeto! Ya me lo decía mi papá, ya me lo decía mi mamá. Pero eso era antes, cuando el mundo estaba cuerdo. Hoy, por el contrario, el mundo está desquiciado (descacharrado y descalabrado). A la deriva. En mi juventud las conferencias eran santificadas. ¡Loadas conferencias! Pero acabaron malbaratándose. Hoy te asaltan a cualquier hora (y sin previo aviso). También en las muy reservadas horas de la siesta. Entre el bien y el mal va la misma distancia moral que entre las siestas antañonas de orinal y calma y las siestas de hogaño desbaratadas por una incesante matraca de llamadas comerciales. Y ya no sé si a la hora de acostarme temerle más a la incontinencia urinaria o a la incontinencia verbal.

Los tiempos han cambiado. Hablamos mucho, y mal. A lo bobo. Se han desatado las lenguas. Se nos calienta el pico de tanto oírnos. Nos gusta oírnos. ¡Yo el primero por la senda constitucional! Reconozco que también yo me pierdo si soy yo quien habla y de lo mío hablo. No damos tregua a quien nos oye. Vivimos un apocalipsis. Telefónico, pero apocalipsis.

Todo ello a riesgo de desatar los más desabridos bufidos. A veces, las más de las veces, no sé cómo cortar sin ser grosero. Miento mal (estoy en la notaría, se me queman los huevos, me llaman de Moncloa,...). Al final acaban dándose cuenta y echo a perder las amistades (si es que podemos llamar amigo al que así te atormenta). Agradezco las llamadas si son breves. Pero entre mítines varios, ofertas comerciales, interrogatorios policíacos y declaraciones de amor me van a calcinar el teléfono (y el oído). En fin, con los años uno se vuelve un tanto misántropo y, ¿por qué no decirlo?, algo misógino. Pido perdón. Cuando vives solo como un cura prefieres dar a recibir sermones. Pido perdón otra vez. Cuando el aturdimiento es supino lo más socorrido es recurrir a exabruptos destemplados para ahuyentar a los latosos. Pido perdón una vez más.

Vamos a ver si entre todos somos capaces de darle al teléfono el uso auténtico, recio y decoroso que debiera tener. Algo así como aquella conversación del General Moscardó con su hijo Luis al pie del Alcázar sitiado. Brevedad y patriotismo. Laconismo militar de nuestro estilo. Frente al muy deslenguado presente, frente a los cargantes de toda laya, convendría santificar la brevedad telegráfica. Incluso en las cuitas del amor. Amar al primer verso. ¡Que el soneto de amar sea bueno y pronto! Claraval de claravales. Y termino. Espero no haberles atracado en demasía juntando estas letras. Acaba una temporada, cuarenta columnas. Casi una maldición bíblica. Que el verano les sea propicio.