Cuando escribo esta carta hace justo dos meses que se cancelaron las clases y los niños de este país dejaron de ir a la escuela. Durante estos dos meses en casa hemos intentado compaginar el trabajo esencial fuera del hogar y el teletrabajo con la función de padre y madre, profesor, monitor de ocio y entrenador personal. Hemos hecho manualidades, hemos leído, hemos escrito microcuentos, hemos jugado a las cartas, al parchís o a la oca; también hemos visto películas, series, hemos acampado en el recibidor bajo un cielo de estrellas y planetas hecho con cartulinas, hemos hecho la búsqueda del tesoro varias veces hasta convertirnos en los más temibles y divertidos piratas de los mares del salón y la cocina; también hemos aplaudido a las ocho de la tarde. Nos ha tocado celebrar dos cumpleaños en casa; globos, música, confeti hecho con periódicos viejos, bizcocho casero y alegría, mucha alegría, esa que da el estar todos bien de salud. Hemos hecho videollamadas con amigos y familiares a la hora del vermut, convirtiéndolo así en todo un evento los fines de semana. Hemos hecho muchas cosas durante estos sesenta días, pero lo que no hemos logrado ni pretendemos es sustituir a la escuela. Un hogar ni puede ni debe sustituir un centro educativo.