No me hace falta salir de mi casa para saber qué color tienen las celindas del Paseo de Cánovas en el mes de abril, ni tengo que acercarme a ellas para adivinar su olor. Tampoco tengo que salir para oír cómo el agua de sus fuentes suena, ni cómo el viento mueve las nuevas hojas verdes de las moreras. No tengo que rozar con mis manos los brotes tiernos de los laureles para captar su exquisito aroma, ni tengo que escuchar los prodigiosos cantos de los jilgueros, los chamarices y los mirlos para saber que todos tienen ya preparados sus nidos para traer sus nuevas proles a este mundo.

Tampoco necesito estar allí para oír a la gente mayor que, descansando en sus bancos, discuten cada mañana, argumentando con sus compañeros de edad, si los jóvenes de su tiempo eran o no mejores que los de ahora. Y no necesito salir para sentir la algarabía de los niños en sus parques jugando, sobre el suelo blando, para evitar que se hagan daño al caer.

Tampoco tengo que mirar a través de las enormes cristaleras del edificio de las Hermanitas de los pobres, para adivinar la mirada velada de nuestros ancianos que esperan siempre ser llamados para una posible y ansiada visita. Y no tengo que estar allí para advertir el correteo de niños que se alejan y se acercan a un grupo de jóvenes parejas que portan a sus hermanos, todavía bebés, en sus carritos.

Los narcisos trompeteros tampoco van a necesitar de mi presencia para anunciar la llegada de los imponentes tulipanes que, erguidos, muestran orgullosos sus variados e increíbles colores, contrastándolos con el intenso verde del cuidadísimo césped. Ni tampoco necesitan que esté yo allí ni el tilo, ni los rosales, ni el platanero, ni la magnolia, ni el tejo, ni la adelfa, ni la madroñera, ni el jazmín, ni la espírea, para empezar a adornarse con sus mejores galas que adornan el parque.

Y no tengo que estar allí para saber que los postes de luz tricolor dan, con absoluta precisión, el paso a peatones y vehículos que, ordenadamente, circulan recorriendo este eje principal de la ciudad. También conozco, sin tener que salir, a quienes sentados y arrimados a la pared, piden unas monedas a los que pasan explicando en un cartón, con algunas faltas de ortografía, que se encuentran en una situación complicada y necesitan ayuda de los demás.

TAMBIÉN puedo ver los libros que esperan en los puestos de la avenida central, y las columnas, perfectamente colocadas, de revistas y periódicos en los kioskos, que atraen la atención de los interesados que se acercan a comprar la prensa, la blanca, la sepia, la rosa…

Y para colores, puedo admirar, sin estar allí, la inmensa variedad de tonalidades que exhiben las rosas, los claveles, las caléndulas, las cinerarias y los últimos pensamientos del frío que van dejando sitio a las variadas y coloridas prímulas en los puestos de flores del parque. También puedo ver, sin ni siquiera estar allí, cómo San Jorge, con su gran séquito detrás, vuelve a vencer al terrible dragón, que acecha siempre las murallas de nuestra ciudad.

Y no me hace falta salir para captar los efluvios de la plancha que corren, desde la Bodeguilla, precipitándose hacia la pituitaria y las glándulas salivares de los transeúntes. Todo lo puedo vivir y sentir sin salir. Pero lo que no puedo sentir en casa son las sensaciones y los abrazos nuevos que voy a tener con los amigos. Ni siquiera las discusiones, que también tendré, y arreglaremos compartiendo, en un bar, la caña más fresca que nunca mejor nos supo. Tengo ya ganas de tocar, oler, oír, ver y saborear la compañía de mis amigos, porque siempre me sorprenden con algo nuevo que se hace más grande si se comparte. Tengo ya muchas ganas de verlos. Pero aún no, aún no.

* Exdirector del IES Ágora de Cáceres