En 1997, en Reikiavik se abrió un museo dedicado a los falos: La faloteca islandesa; en Kawasaki existe un matsuri (festival) sintoísta centenario en honor a la fertilidad cuya principal cita es la veneración al pene: ilustraciones, dulces, estatuas… Y si me pongo a buscar, seguro que encuentro más acontecimientos a lo largo y ancho del mundo dedicados a los hombres y sus falos. Y seguro que todos tienen su público. Hasta aquí, nada que decir.

Hace unos días, en Londres, inauguraron el primer museo dedicado a la vagina. A la investigadora científica Florence Schechter le preocupaba que el 65% de las mujeres de 16 a 25 años reconocieran que tenían un problema con las palabras vagina y vulva. Y también andaba sorprendida de que la mitad del público británico no supiera describir la función de la vagina ni identificar visualmente los labios o la uretra de las mujeres (58%), así pues decidió que había que dar a conocer el sistema sexual femenino. Normalicemos el aparato reproductor de las mujeres, pensé al escuchar la noticia. Y, aunque sorprendida de que no nos conozcamos a nosotras mismas, al mismo tiempo pensé que rectificar era de sabios y bien estaba la iniciativa. Sobre todo porque el museo dedicado al falo hace casi 25 años que existe.

Sin embargo, cuál no fue mi sorpresa cuando, en redes, empecé a leer críticas que acusaban al museo de transfobia porque -sigo sorprendida- en el museo no se incluían falos.

En vano insistir en que era sobre la vagina, en vano explicar que científicamente la vagina es el aparato sexual femenino, en vano remitir a la existencia del museo de los falos. En vano todo. Misoginia, pensé. Se empieza acusando de transfobia a un museo dedicado a la vagina. Se vetan los monólogos de la vagina de Eve Ensler en universidades por tránsfobos. Se habla de personas con el cromosoma XX sin decir mujeres. ¿El siguiente paso? Invisibilizar a las mujeres, porque, al no nombrarnos, creen, dejaremos de existir. Se equivocan, aquí seguiremos.H

* Escritora