La cercanía de una tempranera Semana Santa planea ya sobre nosotros. Como una silenciosa llamada que suena a buscar un respiro. Será porque llegamos todos tan exhaustos al final del primer trimestre, que pedimos acogernos al sagrado (derecho de vacaciones). Hace tiempo que el país no vivía un ambiente tan politizado, no habíamos agotado las reservas de metáforas ni llegado a conocer de primera mano las escondidas salas del Congreso, como si fueran las habitaciones de un granhermano cualquiera. La política ha desplazado al deporte de su condición de entretenimiento... y vertedero de ímpetus varios. No me extrañaría que se publicaran los ratings de las reuniones en busca de los pactos.

A fe de que asistiremos seguro, desde algunas instituciones, a una banalización de la festividad que está por venir. Un intento de conversión. Es curioso, ya que la pasión escenificada, la de los extraños "sudokus" de votos, tiene extrañas reminiscencias rituales. De tradición, que por ahí van los tiros (y cruces). Pero ya se sabe que la policía del pensamiento, que diría George , nunca descansa.

Está claro que a cierta izquierda (ya sabemos todos de qué hablamos) le molesta las discrepancias de criterios. Y que tienen una peligrosa tendencia a confundir la gestión del poder con la modificación de comportamientos. Todo lo que lleva un poso de tradición es, para ellos, objeto de derribo. Por (tradición) ideológica.

En España tenemos una "excelente" disciplina inquisidora. Más antigua que el fútbol, fíjense. Será por eso que hemos mantenido una querencia por los autos de fe. Algunos lo ejercen con una pasión envidiable, se les nota el enfado, la acidez provocada por ver a otros defender ideas que (sentencian) están desfasadas. Lo nuevo supera a lo viejo. Está comprobado que solo hay un credo verdadero y los demás (aunque seamos más) estamos errados. Por eso, ya veremos como en estos siguientes meses se piden contricciones públicas y declaraciones de amor al verdadero progreso, al cambio reparador, al reformismo "pata negra". Lo demás, sucedáneos.

YA NO VALE la Constitución, la transición. No funcionan las instituciones. No creemos en la bondad de pactos de poder que no nos incluyan. El voto del pueblo es el nuestro, no el de la mayoría. Cuando nos equivocamos, hay buena fe. No es enchufe, es aprovechar el capital humano. No diga financiación ilegal si no dice "Púnica". Esto es lo que consigues cuando te metes con nosotros: autos de fe.

Parecen olvidar que los autos de fe rápidamente se tornaron en algo distinto de lo que se pretendía. Poco más que una fiesta pública, que un divertimento en el que daba una higa lo que dijera o abjurara el que subía al maldito pedestal. Pesaba más la tradición que la fe. Curioso, ¿no?

También me llama la atención la puesta en escena habitual de esta izquierda. Ya nos hemos acostumbrado a la rueda de prensa, ese tribunal público, con la imaginería de un líder inspirado y escoltado en pleno por sus apóstoles. Digo, equipo negociador, que se va el santo ("upssss") al cielo (segundo "ups"). Curioso, ¿no?

La verdad es que estamos en el juego de las creencias estos días, ya que lo que nos piden los otros tres se asemeja a un acto de fe. Unos, que confiemos en la escenificación de un pacto al que se le ha puesto fecha de caducidad antes de la firma. Se adelanta el debate de investidura para que las posibles (¿?) elecciones de junio puedan caer en domingo.

En la otra acera, la que se queda sola y más deshabitada a cada día que pasa, nos piden el acto de fe definitivo: que creamos en algo que ni vemos, ni oímos ni nada que se le parezca. A mí, mientras no pidan (más) diezmo me va bien. Es decir, que no hay modo de sustentar eso.

No me extraña que, con semejante panorama, muchos suspiremos por la llegada de un partido socialdemócrata que se deje de pamplinas beatas y de eslogans antisistema. La derecha sensata, parece, puede estar más cerca. Si me preguntan a mí, lo único que pediría es que el 26 de junio sirva para algo al país. Soy un hombre con fe.