El fin de 13 años de sanciones contra Irak --por su invasión de Kuwait, en 1990-- es un triunfo sin ambages para EEUU y Gran Bretaña. La resolución de la ONU otorga a los dos países invasores prerrogativas muy superiores a las que adjudica a cualquier potencia ocupante la Convención de Ginebra de 1949. Washington y Londres no sólo gobernarán Irak con carácter indefinido --aunque el Consejo revise dentro de un año la formación de un Ejecutivo interino-- y administrarán todos los ingresos que proporcione la venta del petróleo iraquí, sino que, al hacerse cargo de la supervisión del armamento del país, también suplantarán a los inspectores de desarme de la organización internacional.

Sin duda, era preciso poner fin al embargo económico para poder emprender la reconstrucción de Irak. Pero resulta lamentable que el resto del mundo tenga que legitimar la ocupación del país y, por tanto, avalar el resultado de una guerra ilegal. Máxime, cuando acabamos de saber que hasta la CIA fue presionada por el Pentágono para fabricar informes que justificasen la invasión. No olvidemos que --en ausencia de armas de destrucción masiva y vínculos terroristas-- invadir Irak es una agresión colonial.