El hecho de que los planes de igualdad en las empresas hayan crecido en plena fase aguda de la crisis denota la profundidad de la transformación en el reparto del trabajo. No es solo que los empresarios se hayan plegado a la presión de las organizaciones sociales y a las últimas disposiciones de la Administración, es que las estadísticas demuestran que la incorporación de las mujeres a los procesos productivos mejora la competitividad. Es decir, en igualdad de condiciones, aumenta la rentabilidad en comparación con las empresas con una inmensa mayoría de hombres. Aun así, queda mucho camino por recorrer. La presencia de la mujer en puestos directivos sigue siendo clamorosamente baja, el coste de la maternidad en términos de promoción profesional es muy alto y son pocos los varones que se acogen a la jornada reducida para sobrellevar las tareas familiares. Prevalece el tendencia a que las obligaciones familiares estanquen la progresión de las mujeres en las empresas, cuando no son ellas mismas las que deciden limitar sus aspiraciones para dedicar más tiempo a los hijos.

Los planes de ayuda puestos en marcha para subvencionar el esfuerzo igualitario de las empresas ha de contribuir a que no cambie la tendencia. Pero de quien realmente depende que se mantenga es del conjunto de la sociedad --los empresarios, los sindicatos, las organizaciones de mujeres--, que deben comprometerse a erradicar la discriminación de las empresas. No es solo una cuestión de justicia, sino también de rentabilidad social.