Es terrible que, ante un auténtico golpe de estado, como el que se está perpetrando en Cataluña, todavía haya gente que, haciendo gala de un buenismo un tanto tontuno, siga martilleando con eso de que hay que dialogar. Porque resulta que lo del diálogo ya es como un mantra, que a fuerza de magrearlo, se ha visto investido de unas dotes cuasi taumatúrgicas, que le confieren capacidad de realizar todo tipo de prodigios.

Hay que precisar, por ello, que el diálogo no es bueno en esencia. Tampoco malo. Pero, en absoluto, es siempre benéfico o aceptable. Porque, por ejemplo, para quien desafía a los tribunales, transgrede las leyes, e ignora las sentencias, el diálogo no es un medio de discusión, un modo de contrastar argumentos, o un instrumento para aprender con el que expone ideas diferentes. Para el que pisotea la legalidad, el diálogo es una vía de legitimación de lo inadmisible, y un cabo de salvamento del que, frecuentemente, se sirve para ahogar a quien, en algún momento, se lo lanzó.

Pero todo esto parece que da un poco igual, porque, aquí, aún sabiendo lo anterior, aún habiendo sufrido las consecuencias de un diálogo --casi sin límites-- con aquellos que solo conocen la imposición y el chantaje como modo de interacción política, hay quien sigue propagando la idea de que el diálogo es poco menos que una suerte de bálsamo de fierabrás que acabará con las apetencias soberanistas del nacionalismo catalán.

Y no se dan cuenta de que, si algo ha sobrado, desde que Pujol alcanzara la presidencia de la Generalidad de Cataluña, allá por 1980, ha sido un diálogo que siempre ha acabado conllevando una recua de cesiones competenciales, acompañada, claro está, de infinitos privilegios económicos. Y, todo ello, sin olvidar, por supuesto, esa omertá que ha permitido que, durante décadas, haya habido un clan familiar que se ha dedicado al saqueo de las arcas públicas, mientras que todos los poderes del Estado miraban hacia otro lado.

La historia reciente de la región catalana, como parte de nuestra nación, nos revela que, en aquella tierra, los gobiernos nacionalistas (o nacional-socialistas, que también los ha habido) han sido insaciables. Mientras más se les ha dado, más han exigido. Mientras más flexibles han sido los gobierno de la nación, más rígidos se han mostrado ellos en sus demandas. Y, de ese modo, hemos llegado al punto de no retorno de este 1 de octubre.

Por ello, si, de nuevo, prima el diálogo sobre la aplicación estricta de la ley, como pretenden los propios nacionalistas, Unidos Podemos, e incluso algunas facciones del PSOE, se trasladará un mensaje a toda la nación que solo puede acabar de un modo: con la disolución de ese proyecto común que es España.