Es cierto que los episodios violentos ocurridos las dos últimas madrugadas en Roquetas de Mar no responden en sentido estricto a un brote de racismo, pero no por eso dejan de ser preocupantes y sintomáticos de la creciente complejidad de la realidad social de muchas poblaciones españolas. Los enfrentamientos entre inmigrantes subsaharianos y gitanos de esa ciudad tienen como origen una reyerta --al parecer, por tráfico de drogas-- en el curso de la cual murió un senegalés de 28 años. La ira se apoderó de los subsaharianos, que incendiaron la vivienda del presunto agresor, levantaron barricadas y mantuvieron duros enfrentamientos con bomberos y fuerzas del orden. No es, por tanto, un enfrentamiento de carácter étnico, pero sí la consecuencia --siempre según las hipótesis-- de la lucha por el control del tráfico de drogas entre distintos clanes.

El problema es que esa pugna mafiosa tiene como telón de fondo un barrio marginal de una localidad de 80.000 habitantes con gran presencia de inmigrantes. Las autoridades deben ahora garantizar la seguridad en Roquetas y detener al culpable del homicidio. Pero también deben trabajar para distender el clima social de una ciudad en la que la inmigración ha crecido un 40% en los últimos cuatro años, según señaló el alcalde. Que estos disturbios sean un hecho aislado no debe ocultar que sobre localidades con esa tipología planea de forma especial el fantasma de la crisis económica, que nunca debería derivar en conflictos racistas ni tampoco justificar las luchas entre delincuentes, sean de la nacionalidad y de la etnia que sean.