Aveces ocurre que los acontecimientos se encargan de hacer caducar convencimientos que teníamos por firmemente arraigados. Hasta hace escasas semanas, mucha gente de mediana edad tenía la sensación de estar viviendo, con décadas de retraso, una situación que consideraba definitivamente superada. Me refiero a aquella brecha generacional que tanto dio que hablar durante la década de los 60 y 70 y que, merced a que los entonces jóvenes, tan rebeldes, ocupan hoy el lugar ocupado en aquellos años por los mayores, se tendía a suponer que o no se repetiría o que, de hacerlo, sería de forma muy amortiguada. Parecía, en efecto, que habíamos regresado a análoga exterioridad entre generaciones, con el matiz de que los adultos actuales de lo que fundamentalmente se quejaban era del desinterés de quienes venían detrás hacia la cosa pública (y no al revés, como en el pasado).

Tales quejas se adornaban del comentario comparativo que señalaba la enorme distancia existente entre tales actitudes y las que sostenían los hoy mayores en su momento (esto es, cuando también eran jóvenes). Al llegar a semejante capítulo, lo habitual eran las exageradas rememoraciones autocomplacientes, en las que los protagonistas de la evocación tendían a subrayar, colocándose casi en la frontera del heroísmo, su participación --en más de una ocasión, por cierto, realmente escasa o episódica-- en la lucha por las libertades y la democracia.

XPERO HETE AQUIx que el movimiento del 15-M ha venido a dar al traste con semejante relato, y, de pronto, los jóvenes que en él participan no solo han pasado a disponer de su propio momento épico al que poder remitirse en términos generacionales como momento fundacional, sino también han hecho caducar --de un día para otro-- la épica de la generación anterior, tan sesentayochista ella. El asunto tiene mayor calado que el mero hecho de que algunos puedan tener la sensación de que se les ha arrebatado el presunto monopolio del anhelo por transformar la sociedad en términos igualitarios que tan plácidamente parecían detentar desde hace décadas. Hay más.

Porque, a primera vista y desde fuera, alguien podría pensar que la generación anterior debería celebrar el hecho de que los más jóvenes por fin hayan adoptado la actitud rupturista y renovadora que, supuestamente, se esperaba de ellos. Sin embargo, junto a esta reacción --vamos a llamarle de bienvenida a la historia--, también ha habido por parte de algunos de sus mayores, bien progresistas en su momento, reacciones de otro signo.

En estos días parece estarse cumpliendo, casi al pie de la letra, aquella famosa sentencia marxiana según la cual en la historia nada se repite y, cuando parece hacerlo, es en forma de caricatura o farsa. Los incidentes del pasado miércoles ante el Parlament de Cataluña han propiciado que --incluso, insisto, por parte de personas que se reclaman de izquierdas-- se hayan reiterado comentarios acerca de los indignados que recuerdan extraordinariamente los que desde siempre plantearon los sectores conservadores ante cualquier movimiento que pareciera cuestionar el estado de cosas existente. Que si no se sabe exactamente lo que quieren, que si no tienen el monopolio de la democracia, que si son puro esteticismo (tan proclive él por naturaleza a la violencia), que si muchos de los intelectuales que los apoyan están muy bien instalados en el sistema que presuntamente se está impugnando (descalificación que, aplicada con efectos retroactivos, negaría todo valor a las denuncias políticas y sociales que en su momento formularon Bertrand Russell, Sartre, Chomsky o Foucault ) o, última reaparición de una vieja conocida, que la mayoría silenciosa (¿se acuerdan de la categoría?) ya ha expresado su punto de vista en las urnas por lo que la actitud de quienes se empeñan en seguir protestando es escasamente democrática.

Sin duda que conviene extremar la prudencia en el análisis, sobre todo cuando nos enfrentamos a situaciones de enorme complejidad. La crisis económica, que ha sido el detonante de toda esta reacción, no se deja dibujar con cuatro brochazos, ciertamente. Pero tal vez por ello, y para evitar que dicha complejidad nos condene al silencio (o, peor aún, nos arroje en brazos de presuntos especialistas, siempre dispuestos a teorizar a favor del mejor postor), aquella clásica pregunta del derecho romano no nos vendría del todo mal: ¿cui prodest? , esto es, ¿a quién le vienen muy bien críticas a los indignados del tipo de las que hemos señalado? O, siguiendo por esta línea argumentativa: ¿quiénes sospechan ustedes que se sienten muy reconfortados cuando las leen? ¿Las podrían suscribir, incluso con entusiasmo, los sectores más a la derecha del espectro político?

Y si todas estas preguntas tienen una respuesta inequívoca, ¿no les parece que hay que tentarse la ropa ante semejantes críticos, capaces de emitir opiniones tan transversales? Y, sobre todo, ¿no les inquieta que tales voces se dejen oír con tanta fuerza? Disculpen la brutalidad final, pero ¿a quién le están haciendo el trabajo sucio?

*Catedrático de Filosofía Contemporánea.