Diputado del PSOE al Congreso por Badajoz

La nueva ciencia histórica está poniendo de relieve, cruda y sistemáticamente, la profunda desvertebración histórica de España, nuestros mitos, nuestra falsa historia, la traición de nuestro subconsciente histórico que nos representa, no como somos sino como queremos ser. Hay momentos cruciales en que nuestro pueblo desbordado por los acontecimientos que hace aflorar sentimientos insospechados, distancias ignoradas. La invasión napoleónica de 1808 es un buen momento por su lejanía en el tiempo para comparar situaciones, y más allá de las traiciones semánticas, que son muchas, bucear en lo que somos España y los españoles, al margen de los esencialismos preconcebidos, sin inventarnos realidades, pero poniendo también abismos en interpretaciones bastardas y coyunturalistas al servicio de un momento político.

La verdad de la España que cambia de siglo entre el XVIII y el XIX es la de un país empobrecido que no tenía recursos para pagar a un ejército menguado y mal preparado, que sucumbe con una facilidad pasmosa ante las tropas francesas, y parte de cuyo pueblo, sólo parte y seguramente no mayoritaria, se alza en armas en partidas regionalistas, que se negaban a combatir más allá de sus límites regionales. Y la Junta de Asturias se niega a colaborar con la de Castilla; la gallega se mantiene en sus límites geográficos; la catalana pone como condición que la oficialidad domine el catalán; y la Virgen de Pilar tan sólo quiere ser capitana de las tropas aragonesas. Y después nos inventamos una historia inexistente de gloriosas batallas y escondemos la apabullante victoria francesa de Medellín, mientras celebramos la victoria anglo-luxo-hispana de La Albuera, por citar dos ejemplos en fechas y geografía relativamente próximos.

Ahora hemos cambiado también de siglo, incluso de milenio, y más allá del fetichismo de las fechas, alguna consoladora reflexión debiéramos hacer, porque hemos avanzado mucho en la construcción de esto tan querido que llamamos España, y lo que es aún mejor en la convivencia de los españoles. Y somos más sinceros, nos engañamos mucho menos, y prácticamente todos, salvo la minoría violenta vasca, estamos dispuestos a construir nuestro futuro sin las armas en la mano. Aún más, estamos entre los europeos más entusiastas en la construcción de la UE, una patria mayor, concebida ya desde el inicio para la convivencia y el desarrollo de los pueblos de la Tierra. Y nuestra actual norma de convivencia, la Constitución, está ya en los veinticinco años, respetarla es obligado acudir a los fastos del evento también. Y lo que diga cualquier personaje por muy presidente del Tribunal Constitucional que sea no debe ser óbice para empañar su celebración. Por primera vez hemos puesto sordina a nuestra tentación grandilocuente, no hemos reinventado la Historia, y asumimos nuestra indudable pluralidad en la unidad. Hace prácticamente doscientos años, se promulgó la Constitución de 1812, fue sin duda un gran paso adelante, pero efímero, estábamos exhaustos, y entonces no se podía abordar lo que ahora sí hemos tenido capacidad de hacer. El respeto y reconocimiento de las diferencias debe abrir el camino a la colaboración y no al enfrentamiento, y la personalidad de las singularidades dentro de España se han beneficiado notablemente de nuestra actual Constitución, alcanzando un desarrollo impensable hace treinta años. Por esto, los nacionalismos democráticos deben optar por la convivencia constructiva; es una deuda de todos con todos. Es la base del progreso y de la paz.