Cada día cuando amanece, la vida que asoma en la ventana es un fado. Una tristeza sucesiva y constante. Subes la persiana y deseas tener unas vistas distintas de la ciudad que te tiene secuestrada: vistas al mar, a un gran mercado de frutas frescas, a la ondulación de tejados con su turbante de nubes. Quieres de una vez llenarte los ojos de campanas de la catedral; del baile de bandejas y mandiles que llevan el desayuno a la plazoleta. Quieres de repente, que irradie por la triste mirilla de Madrid, la bofetada del olor a churros y a lo lejos, un acorde de misa de doce.

Las ventanas, más parecen ojos entornados por el cansancio y el insomnio, que soporte de geranios y azucenas; y los balcones, asoman por el chaflán como una frente arrugada, arada como la tierra. Y es que a días, una se resiente de pura resaca por la borrachera de muerte y noticias empapadas en alcohol de escocer.

No queda pues, más remedio que vivir desde la poesía. Subir a su azotea de claridades, buscar los matices del aire para respirar...y es allí, que surgen los colores.

En una lata he guardado el azul-azulejo, que es el color de la flor azul de la palabra. La palabra de un poeta que corre en dirección contraria y besa las esquinas dobladas de unas sábanas. No hay palabra más precisa que la preciosa palabra azul, la que se hace mar salada y oculta ciudades inmensas de coral entre sus céfiros líquidos.

Hay otro color en mi lata que llega por la tarde, de forma súbita y duele como si miraras al sol. Sí, porque el dolor es de color azafrán, esa especia derivada de los estigmas secos de la flor, el color que tiñe el cielo al atardecer. Justo ese momento en el que la mirada se queda colgada en el tendedero para escurrirse las lágrimas de las ocho. Justo ese momento en el que la vista se pierde buscando algún ruido de la ciudad antigua: un frenazo, una sirena, un golpe de suerte, un café con palabras, una madre esperando, la melodía de un taller, el pespunte de abuelas en el atrio, unas golondrinas, la salida del conservatorio y así, hasta ver cómo poco a poco, la noche va entrando por la puerta.

Aquellos días reblandecidos por el vapor de los recuerdos. Aquellos días tan nuestros, en la ciudad antigua, suaves y sedosos, de los que Marieta Radiante, aspirante a poeta, se pregunta si existieron. Aquellos días, según Marieta «en que parecíamos indestructibles, en que éramos destello».

Cuando por fin llega la noche busca una entre el olor de las cocinas, un color. Se oye al fondo un concierto de cucharas, un tenedor agitado contra la porcelana batiendo un huevo; un padre haciendo el nudo a la bolsa de la basura; una lavadora que centrifuga; una madre cansada y mucho olor a baño de bebé. Alguien ha chocado unas copas de vino. Y en el quinto izquierda hacen palomitas, como si la vida de antes se estuviera estrenando en la pantalla.

Busco el color que envuelva este momento y podría ser el de la lluvia sobre fondo de bosque. Ese instante en el que urge un cuerpo al que acudir corriendo y arroparse y quedarse mirando la frescura. Sí, la quietud tiene el color de la lluvia sobre fondo de bosque profundo.

La vida debería ser un óleo de día y un fado de noche. Una tristeza portuaria y salobre. Debería, la vida, mecerse siempre en el contorno de unos brazos. Ahí, le pondría yo una tonalidad de nostalgia, casi transparente: color blanco-Lisboa. ¡Quién estuviera allí!

Recuerdo que compré los colores de su mar. Los tengo en mi lata, como galletas. Y en días de resaca, me los pongo como vestidos. ¡Ay! colores de sus calles y sus nieblas, desenfocad la tristeza, amplificad por favor la belleza.

*Periodista.