Da miedo comprobar la facilidad con la que, en nuestros días, cualquiera, con un mínimo conocimiento del lenguaje informático, puede conseguir que decenas o centenares de millones de personas se conviertan en un rebaño acrítico que se desplaza en el sentido y dirección exactos que se le marca, de manera remota, desde cualquier lugar del mundo.

Lo hemos comprobado esta semana con la aplicación que, voluntaria y libremente, han utilizado millones de personas para comprobar cuál sería el aspecto de sus rostros al llegar a la senectud.

Hemos podido constatar que los detalles estéticos, más que previsibles, de un futuro de canas, arrugas y calvicie son una de las grandes preocupaciones de la humanidad. Que a la gente le encanta ponerse frente a esa pantalla, que siempre nos acompaña, y comprobar cómo le devuelve su propia imagen. Pero, sobre todo, que a nadie parece importarle sumarse a una moda efímera a costa de regalar datos e imágenes personales que alguien, en algún lugar, almacenará por los restos de los tiempos, a la espera de que llegue un buen postor que apoquine lo suficiente como para hacerse con la moneda más valiosa de nuestros tiempos: la información.

De verdad que, por mucho que nos lo hubiesen contado hace unas décadas, nadie hubiera aceptado como razonable una predicción de que, en el futuro, llevaríamos un dispositivo en el bolsillo que nos acompañaría en todos los momentos del día, en todas las circunstancias de la vida, y que tendría una cámara para retratarnos, un micrófono para escucharnos, y un teclado para leernos, con acceso total a nuestro proceder, imagen y pensamientos. Pero aún menos hubiésemos creído plausible que, voluntariamente y gratuitamente, pudiésemos ir regalando por ahí las llaves de acceso a cada una de las estancias de nuestra intimidad. Y eso es lo que estamos haciendo, sin leer las condiciones de uso, pulsando siempre sobre el botón de aceptar, y volcando la vida en un cacharro que hasta hace dos días no formaba parte de nuestra vida. O sea, que demostramos, a diario, que somos unos imbéciles sin remedio. Y que balamos tal que ovejas en el prado. * Diplomado en Magisterio