Quisiera tener la lira de Píndaro para cantar, como él, en la mítica Hélade, el ardoroso triunfo de nuestros futbolistas. En la tarde del 3 de julio, y a las 20,30, se iniciaba la pugna, febril y épica, entre España y Paragüay. Los televisores del país parecían estallar cuando 40 millones de españoles esperaban, tensos, a que su equipo, "la Roja", derrotase al país hermano, al que, hace siglos, llevamos las famosas "Reducciones" jesuíticas, dándole, además, nuestra lengua, credo y hábitos sociales.

Pero la rueda del tiempo nos ponía ahora ante unas huestes balompédicas, llenas de arrojo y coraje, dispuestas a vender, correosos y bravos, cara su derrota. Momentos antes, las pantallas de Tele 5 exhibían los hitos de Lepanto, Breda, y otros hechos singulares de nuestra épica histórica. Era el aliento --un poco infantil si se quiere--, que se daba a nuestra "escuadra", cuyos remos y arcabuces estaban ahora en las botas de oro de cada uno sus jugadores.

Había que triunfar, como fuera. La flota española no podía quedarse varada, una vez más, en los cuartos de final, bajo el maleficio de otros similares eventos. Nos tocaba ahora pasar a las semifinales, en pos del laurel cristalizado en la Copa del Mundo.Y se ganó. Porque había 40 millones de gargantas que no cesaban de alentar a nuestras camisetas que, poco después, recibían, en todas las ciudades de la piel de toro, los atronadores bocinazos de innumerables coches, que, con sus faros encendidos, en cabalgada inenarrable, proclamaban la victoria.

Atrás quedaban, por unas horas, la crisis galopante que nos atenaza, la polémica del "Estatut", la ley del aborto, el terrorismo, y sólo se oían los clamores a España, haciéndonos vibrar de patriotismo, pues salían a flote, desde lo más hondo, ese vibrante pellizco de nuestro pasado, con el sello de ser el más viejo pueblo organizado de Europa. Pero el climax de la jornada estuvo al escuchar, en conmovido silencio y hondo respeto, el himno de España, mal llamado: "este país".