El pasado 18 de febrero de 2016, a las 19:04 horas, el líder de Podemos, Pablo Manuel Iglesias Turrión publicó desde su cuenta personal de Twitter el siguiente mensaje: "Ya lo dijo MonederoJC (Juan Carlos Monedero). Somos una fábrica de amor. En las derechas no encontrarás tanto cariño sanchezcastejon (Pedro Sánchez)". El tuit terminaba con un emoticono de un beso con un corazón rojo, y un enlace a una noticia cuyo titular era "Nueva política: Pablo Iglesias saluda a los diputados de Podemos dándose besos en la boca".

Esta era la forma elegida por el líder del tercer partido más votado en las pasadas elecciones del 20 de diciembre, para decirle al líder del segundo que debería pactar con ellos en vez de con Ciudadanos. No me negarán que es ingeniosa, pero tampoco podrán contradecirme sobre su frivolidad ni sobre lo innecesaria que resulta. El tuit, hasta el momento de escribir este artículo, fue retuiteado por 1.202 usuarios y 1.159 pincharon en "Me gusta".

Me acordé entonces del libro La edad de la nada , donde Peter Watson advierte que una de las características de nuestro tiempo, en comparación con todos los anteriores, es la disolución de todos los valores y límites, desembocando en la nadería de unas sociedades que caminan sin rumbo, a caballo entre una comodidad material suficiente para vivir con cierta tranquilidad y un desconcierto moral que sumerge a las personas en un permanente desasosiego ético, ideológico y emocional.

En ese ambiente, se convierten en normales cosas que deberían suponer alertas rojas para cualquier sociedad, como que en los medios de comunicación ocupe menos espacio el fallecimiento de Umberto Eco --uno de los gigantes intelectuales del siglo XX-- que las fotografías de un torero entrenando con su hija en brazos.

No voy a caer en la tentación de convertir este artículo en una retahíla de ejemplos divertidos y sorprendentes sobre la irresponsabilidad de los medios de comunicación a la hora de elegir sus titulares, o sobre las meteduras de pata de los políticos en búsqueda de notoriedad. Ejemplos, todos ellos, de cómo el espacio público se ha convertido en un lugar eminentemente frívolo y vacío de contenido. Como reflejo de lo que sucede en las calles, en las casas y en las mentes, y por una responsabilidad compartida de casi todos, pero sin duda mucho más de quienes tienen mayor poder.

NO ES NECESARIO recordar al lector cuáles son los programas televisivos de mayor éxito, qué lugar ocupa el fútbol en las preocupaciones de los españoles, a qué dedicamos la mayor parte de las horas de nuestro ocio, la desmovilización progresiva respecto de partidos, sindicatos o movimientos sociales y, en general, la decadencia cultural en la que estamos inmersos desde hace décadas y, en mi opinión, profundizada exponencialmente desde la profusión de la comunicación global e instantánea.

Estoy convencido de que estamos en una fase transitoria de nuestra civilización --hablo de la civilización occidental capitalista-- y espero sinceramente que así sea, porque si no algunas de las caídas históricas (como la del Imperio Romano) parecerían una broma comparadas con lo que nos esperaría.

Vivimos, sin duda, la era de la banalidad. La era en la que la comodidad material nos hace preocuparnos más por el último modelo de smartphone que por el estado de las baldosas de nuestro barrio; la era en que las declaraciones de un futbolista pueden reunir a miles de hinchas para insultarle pero en la que la corrupción que ha hecho metástasis en nuestro sistema político no ha merecido aún ni una sola manifestación específica.

Es fácil encontrar cada día en los medios de comunicación cuatro o cinco noticias sobre maltrato a los animales --que, sin duda, son importantes--, pero no resulta tan sencillo encontrar recordatorios sobre las decenas de muertes cotidianas por migraciones injustas, por hambre innecesaria o por guerras prescindibles.

Y lo peor es que la "nueva política" (que se está quedando vieja demasiado rápido) está tomando como suya esa frivolidad a velocidad de crucero, dando por hecho que hacer propia la superficialidad de la masa es la solución a los profundos problemas de legitimidad política que arrastramos hace ya demasiados años. Es probable que sirva para ganar elecciones, pero con certeza no servirá para nada más.

La política, en mi opinión, significa justo lo contrario. Significa liderar, abrir caminos, profundizar, generar ideas nuevas y audaces, ir por delante de la gente que, lógicamente, está bastante preocupada con sobrevivir en un mundo cada vez más complejo. La política no puede hacer suya la banalidad de la masa, porque entonces deja de ser política. El fascismo empezó, entre otras cosas, por ahí. Así que lo banal puede llegar a no ser tan banal. Encendamos las alarmas.