En realidad, siempre ha estado ahí. Pero (creo) nos habíamos negado a verlo. Ahora, todo lo que no es «bautizado» y consigue un nombre viral, casi no existe. Pensamos que no es así, pero el lenguaje, y su uso, determinan en cierto forma el pensamiento. Y alguien ha dado con la tecla y se está creando una suerte de remolino de opinión sobre un término que, con su simple mención, debía generarnos escalofríos: el «supremacismo».

Hay que leer más. Me lo digo a mí mismo todas las noches, cuando compruebo que entre la disyuntiva de agarrar ese libro que reposa (y me mira) cercano o tragarme un capítulo más de una serie, elijo con demasiada frecuencia el «fast food». Hay que leer más. Por ejemplo, a Joseph Conrad. Hace poco me compré su Nostromo, por ese tipo de recomendación de las que te fías sin dudar, y por ahí anda. Mirándome.

Conrad es un escritor peculiar con una vida de novela. Ese le dotó de una capacidad de observación de la vida, que transpira en sus letras. De los pocos que ha escrito grandes obras en una lengua no materna (sus obras claves las hizo en inglés). Escribió Conrad (en boca de uno de sus personajes) que «¿Era un hombre peligroso? Es un hombre convencido», o «la duda, y no la certeza, es la que ha ayudado al hombre a progresar y a respetar a los demás». Pues, señores, estamos rodeados de hombres convencidos.

Le damos demasiado crédito a esa confianza irrenunciable a los principios. Nos asombramos ante los que lucen inquebrantables en su fe a una ideología. Es el prestigio del convencimiento, del fiel, de la fortaleza especial del dispuesto a «morir con sus ideas». Quizá porque hemos vivido en un entorno tan maleable y rodeado de atajos que los insobornables nos parecen, por el mero hecho de serlo, en posesión de la verdad. Con mayúsculas.

A mí, como a Conrad, no me parece un mérito tan claro. Al fin y al cabo, sin hueco para la duda, sin resquicio para se cuele el porqué del pensamiento del otro, lo que tenemos no es un hombre de principios. Sino un fanático. Una fidelidad fanática (que, por otro lado, miramos con altivez si viene asociada a la religión o el deporte) que conduce muy claramente a hacer distinciones: estos son los buenos y los otros son los malos. Para la distinción no hace falta demasiado criterio: eres bueno si comulgas con mis pensamientos.

El siguiente paso es aún más sencillo. Si piensas como yo, eres bueno, y los otros nos atacan; para el convencido, el inmutable, su verdad es un árbol tan firme y alto que si no es visible para los otros, es que no quieren ver la verdad. Esto, nuestra verdad, dota de una superioridad moral. Y ahí, justo ahí, en la supremacía, reside toda la trampa.

Porque esta superioridad permite retorcer el lenguaje, convencidos de que enfrente solo hay enemigos, no personas que no opinan igual. Por eso, estos días oímos hablar tan a la ligera de «democracia», «pueblo», «supremacismo», u «opresión». El supremacista usa el lenguaje como una trampa --atractiva, seductora-- que atrapa a los predispuestos a no pensar de forma compleja. Ser fiel a los principios, aunque se sustenten en una pila de basura, sigue vendiendo mucho. Nos hemos convertido en una sociedad tan superficial, en forma y fondo, que despreciamos lo que el verdadero origen de esas palabras conlleva.

Dirán que es simple, dirán que es un pensamiento básico. Pero funciona. Hagamos la prueba: más del 90% de los que estén leyendo esto piensan que estoy hablando de Cataluña.

Pero no. Hablo de la superioridad moral que escoció a todos los que votaron por Trump. Hablo del convencimiento fanático de los partidarios del brexit, que han encontrado rivales en sus filas. Hablo de aquellos que pensaban que la paz y el recuerdo no tienen matices, y se llevaron un revolcón en Colombia. Hablo de esa izquierda española que ha huido acomplejada de una bandera, de un sentimiento poliédrico de pertenencia y unión y que se desgaja desde dentro.

Hablo, en definitiva, de todos esos lobos políticos disfrazados de corderos que no dudan en atizar fuegos, en enaltecer odios, en sembrar cizaña en nombre de los nuevos dioses de su diálogo, de su democracia, de su paz. ¡Como podremos estar en contra de eso!

Porque nos quieren convencidos, pero debíamos pedirles que nos tengan informados.