En situaciones de fuerte polarización política como la actual, los políticos recurren cada vez más al insulto y a la descalificación personal, en lugar de debatir sobre las políticas del adversario. Ocurre en los Parlamentos y también, por supuesto, en el ágora de las redes sociales, un fenómeno que ha contribuido en alto grado a la proliferación del insulto y a la banalización del lenguaje. Porque se recurre a la palabra gruesa y a la afrenta personal cuando no es necesario y se trivializa el debate.

Uno de los últimos ejemplos parlamentarios -hay otros muchos- es la decisión de Esquerra Repúblicana de Catalanunya de que cada vez que Ciudadanos llame «golpistas» a los políticos independentistas les responderán calificándoles de «fascistas». Pues ni una cosa ni la otra. En primer lugar, porque ni un adjetivo ni otro expresan fielmente la realidad y, en segundo lugar, porque su utilización constante banaliza al verdadero fascismo y al auténtico golpismo, y es un insulto a las víctimas de fascistas y golpistas.

El uso permanente de esos calificativos tiene un efecto contrario al buscado porque elimina la diferencia y la característica distintiva de una actuación: si todos son fascistas, nadie es fascista; si todos son golpistas, nadie es golpista; si todos son culpables, nadie es culpable. No se trata de prohibir nada ni de impedir el saludable ardor parlamentario, sino de que el debate se centre en las discrepancias políticas en lugar de en los ajustes de cuentas personales.

¿Realmente existen unas normas que dicten qué es insulto y qué no? Este ambiguo código de conducta provoca discrepancias entre los políticos y la opinión pública para saber dónde está el límite, y aún más después del duro encontronazo en el Congreso entre el ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell, y el diputado de ERC Gabriel Rufián. El episodio acabó con la expulsión del republicano y con una fuerte reprimenda de la presidenta de la Cámara baja, Ana Pastor, exigiendo urbanidad a los grupos y planteando que expresiones como ‘fascista’ o ‘golpista’ sean retiradas del diario de sesiones.

El Congreso, que tiene como principal función debatir y decidir, se ha convertido en las últimas semanas en un espacio de recurrente proliferación de insultos entre los principales políticos.