La decisión del Banco Central Europeo (BCE) de ampliar en 600.000 millones de euros el fondo destinado a la compra de deuda soberana hasta por lo menos junio del año próximo neutraliza cualquier temor al desbocamiento de las primas de riesgo de los socios de la eurozona con las finanzas más debilitadas por la congelación de la economía a causa de la pandemia, singularmente Italia y España. Las razones para adoptar esta medida, que eleva hasta 1,35 billones la partida inicialmente aprobada por el BCE, se acumularon en la mesa de la presidenta Christine Lagarde: contracción del 13% del PIB de la zona euro desde el inicio de la pandemia, desplome de la inflación, constante endeudamiento de los estados para financiar los programas destinados a amortiguar la crisis social y la perspectiva de una recuperación económica más lenta de lo inicialmente previsto. Una tormenta perfecta para dar pie a movimientos especulativos en el mercado de la deuda.

La reacción de las bolsas y la revalorización del euro frente al dólar es la prueba definitiva de que la hoja de ruta dibujada por el BCE es la adecuada. Si a su determinación se suma el programa de 750.000 millones de euros aprobado por la Comisión Europea, cuya viabilidad depende ahora de la complicidad de los estados para hacerlo efectivo, es más que reseñable la determinación de las instituciones europeas para hacer frente a la peor crisis imaginable que encara la UE, en general, y el club de la moneda única en particular. A pesar de los desconfiados integrantes del frente frugal -Holanda, Austria, Dinamarca y Suecia-, de la sentencia del Tribunal Constitucional alemán, contraria a la compra de deuda impulsada en su día por Mario Draghi, y de las dudas acerca de cuál será el coste final de la crisis en términos económicos y sociales, el movimiento del BCE afianza su autonomía, aunque los guardianes de la ortodoxia monetaria protesten sotto voce.

La posibilidad de combinar políticas monetarias y fiscales en una agrupación de estados como la UE que está bastante lejos de ser una federación es especialmente meritoria. La comparación entre las atribuciones y libertad de movimientos de la Reserva Federal de Estados Unidos y del BCE carece de sentido, pero llegada la hora de las grandes decisiones, Christine Lagarde y su equipo se han adentrado por la misma senda de Draghi, corregida y aumentada: actuar como si, efectivamente, el BCE fuese el banco emisor de una federación de estados. La operación entraña riesgos, pero es una cura de realismo que no debe desaprovecharse y que puede acelerar la tan esperada como siempre aplazada convergencia económica.