Si alguien cree que en el recurso a la guerra hay un asomo de idealismo, tiene la oportunidad de remediar el error por algo más de seis euros: basta que vaya a ver Banderas de nuestros padres , última entrega de Clint Eastwood . En la mejor tradición del cine antibelicista norteamericano, la película antepone el pavor y la soledad de los combatientes, la inmensidad de la carnicería y la manipulación de los héroes --a su pesar-- a la presunta gloria del campo de batalla, el sentido del deber y el altruismo de los gobernantes. Lejos de las escenas de fuegos artificiales, con guerreros musculosos e invencibles, tan frecuentes en las carteleras y la televisión, los soldados de Eastwood mueren hundidos en el barro, hartos de todo y de todos, enfrentados a un enemigo invisible.

Detrás de estas banderas, que para el caso ondean en la isla de Iwo Jima, pero podrían hacerlo en cualquier otro campo de batalla, se encuentra el rico legado de imágenes producidas en Estados Unidos para presentar la guerra como una gran catástrofe colectiva. Puede que se haya impuesto en el recuerdo el éxito de los títulos que exaltan la guerra y han creado una estética ad hoc de tipos duros, pero desde los primeros años 30, el cine norteamericano ha suministrado títulos de referencia que, más que las hazañas bélicas , fruto muchas veces de grandes operaciones de propaganda, han prolongado su influencia hasta nuestros días. Aún hoy constituye una pieza interesante la versión que Lewis Milestone estrenó en 1930 de Sin novedad en el frente , adaptación de la novela de Erich Maria Remarque , un "acto de decencia" en palabras del actor Ernest Borgnine , que fue uno de los protagonistas de la versión que dirigió Delbert Mann en 1979.

XOTROS ACTOSx de decencia se titulan Adiós a las armas , novela de Ernest Hemingway , con versiones de Frank Borzage , en 1932, y de Charles Vidor y John Huston , en 1957; Senderos de gloria (Stanley Kubrik , 1957), El cazador (Michael Cimino , 1978), Platoon (Oliver Stone , 1986) y Full metal jacket (Stanley Kubrik , 1987). En todas ellas, la tragedia de la guerra, la insensibilidad de quienes toman las decisiones y el embrutecimiento de todos compiten en escenarios morales y materiales devastados.

Pero acaso donde todo esto llega a su máxima expresión es en Apocalypse now (Francis Ford Coppola , 1979), adaptación de El corazón de las tinieblas , de Joseph Conrad , donde ni un solo personaje logra sobreponerse a la lógica aplastante de la guerra, ni siquiera aquel que parece destinado a encarnar la civilización --el capitán Willard, interpretado por Martin Sheen -- frente a la barbarie y el desprecio por la vida de cuantos le rodean. Todo lo que se haya podido decir y pensar de la locura belicista lo metió Coppola en su película sin asomo de exageración, sino más bien con el acuerdo de quienes, en los dos bandos, enterraron su juventud en la espesura de la jungla de Vietnam. La novela El dolor de la guerra , de Bao Ninh , permite conocer la visión asiática de aquella doble tragedia.

¿Cuál es la diferencia entre estas películas excelentes y la de Eastwood? Que esta última se enfrenta a la mitología de la segunda guerra mundial, enaltecida con una serie interminable de películas, magníficas algunas y rematadamente propagandísticas otras. A diferencia del cine europeo, que hace años abjuró de la épica para relatar una tragedia que se prolongó seis años --La piel (Liliana Cavani , 1981), El submarino (Wolfgang Petersen , 1982), Stalingrado (Joseph Vilsmaier , 1992)--, la epopeya de la batalla del Pacífico y del cuerpo expedicionario que luchó en Europa apenas admiten discusión en Estados Unidos. Claro que en Banderas de nuestros padres , la discusión queda abierta de par en par: en la película están planteadas sin tapujos la utilización de los soldados desde los despachos y la intoxicación propagandística a la que someten a los ciudadanos para que sigan apegados a la guerra. El contrapunto es la desconfianza instintiva de los combatientes hacia quienes les halagan interesadamente y su fe exclusiva en la cohesión del grupo, de los compañeros de trinchera, para salvar la vida. Así queda definida una guerra que, más allá de los grandes discursos, resulta tan abominable, obscena y llena de sangre como cualquier otra, aunque hubiera en ella episodios de una nobleza y desprendimiento extremos.

Al final de Apocalypse now , el coronel Kurtz (Marlon Brando ), abatido a machetazos por el capitán Willard, solo musita "el horror, el horror" antes de expirar. Eastwood ha metido en su película el horror de la guerra, aunque aquella de 1939 a 1945 haya sido una contienda sin críticos durante mucho tiempo, incluso a pesar de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Aún hoy es fácil dar con defensores de aquellos ataques que calcinaron ambas ciudades y, al mismo tiempo, la capacidad de dudar de sí misma de toda una generación, mientras la guerra fría consolidaba una división maniquea del mundo y de la historia. De hecho, una parte del público norteamericano ha acogido el trabajo de Eastwood con disgusto, como si el director, libre de toda sospecha de radicalismo durante años, hubiera traicionado la confianza depositada en él. ¿Cómo es posible que Harry --el Sucio, se entiende-- nos haga esto , se preguntan los decepcionados. Se trata de un recurso meramente retórico: saben que nunca fue uno de ellos, aunque se resistían a aceptarlo y creían que, como les ocurrió a los héroes de Iwo Jima, le podían sacar partido.

*Periodista