Tengo por las banderas el mayor respeto. En principio, las de países. Las que colgaban apiñadas, en santa hermandad, en una lámina de obligada presencia en todas las enciclopedias de antes. De antes de lo que está pasando. Antes todo era más sencillo. Las cabañuelas de cuando antes del cambio climático y las banderas de cuando antes del desparrame. Yo tenía enciclopedia. Hubo un tiempo en que las familias, las de orden y las otras, después de a piso propio aspiraban a enciclopedia propia. Al ser mi padre el único varón de entre sus hermanas, heredó la Sopena del 28 de mi abuelo Leonardo. Tras la Sopena del 28, dos gruesos tomos, que acabó malamente por el mucho uso que le dio mi madre de cara a los crucigramas que tanto la entretenían, digo que después de la Sopena, llegó en los sesenta, una nueva enciclopedia, doce tomos numerados a la romana, como Dios manda, y esa fue mi ventana al mundo. Al mundo vexilológico también. Banderas eran las que eran,… y la pirata, la de la Cruz Roja… y la de la URSS, que lo mismo servía para un roto que para un descosido.

Ahí es donde me movía. Luego fueron apareciendo, en lujurioso tumulto, otras que no colgaban de la socorrida lámina de banderas de la enciclopedia. Yo algo me barruntaba porque entre las de la lámina del 28 y la de los sesenta ya había algún baile. Sin duda hemos ido a más banderas. Y como si se tratara de una ley matemática, a más banderines menos respeto por las banderas. Más es menos. De esto te sueles dar cuenta tarde, cuando ya tienes el salón abarrotado de banderas. El alma también. Dejo señalada como prueba las carreras ciclistas donde los españoles despliegan una panoplia de oriflamas sorprendente (al menos para mí, y supongo que también para los extranjeros). Pasada la niñez, las que vinieron a mí no alcanzo a entenderlas como banderas de verdad de la buena. En mi corazón (de melón) no son sino olas de quita y pon en un mar se símbolos y señales. Como salidas del manual de una autoescuela. Señales de tráfico, que no divinas. Una señal de tráfico no puede provocar exaltación sentimental alguna. No invita a morir por ella.

Miren, no voy a dar más vueltas que me estoy perdiendo. Venía yo a decirles que hay banderas que me producen urticaria (no siempre leve). Gibraltar y lo que no es Gibraltar. Mi amiga Hitos no es partidaria de bandera alguna. En realidad es contraria a todas. En general las mujeres -excepción hecha de todas las marianas pinedas que en el mundo han sido-- tienden a lo inmediato. Loquillo canta: «una bandera que, como todas, es para quemar». Es una manera de verlo. Hay, sin duda, una verdad muy honda dentro: la aspiración a que las banderas ni nos dividan, ni nos enfrenten; aún más, a que ni siquiera nos hagan olvidar lo que de verdad importa en el día a día de nuestro vivir cotidiano.

Pero yo sigo creyendo en las banderas. Incluso en la mía. La roja y gualda. Y en general en todas las que antes o después han sido banderas de mi patria, de mi gente, de mis compatriotas. Por eso también es mi bandera la tricolor republicana. Creo que las banderas amparan en sus pliegues los más nobles, altos y limpios ideales de los seres humanos. Todas. También las ajenas. Por eso sufro, me disgusta, me estremece, cuando alguien quema o pisotea una bandera. La mía y las ajenas. Porque, aunque también detrás de una bandera haya malos pasos y hasta malas ideas, no por eso dejan de representar los nobles, altos y limpios ideales de alguien. Las banderas se rinden en combate. Se capturan en buena lid. Dando la cara y el pecho. Pero no se queman. Eso es de rufianes. Cuando quemas una bandera ajena ensucias la propia.