Al abrirse las puertas de la historia para franquear el paso al senador Barack Obama, este camina arropado por el inmenso capital moral y político atesorado en unas elecciones en las que la fractura social y el racismo han dado paso a escenas insólitas de unidad, de felicidad compartida por las comunidades blanca y negra de Estados Unidos.

Contra lo que sucede habitualmente, no es banal apelar esta vez a la historia, no por la dimensión matemática de la victoria --aunque la participación ha llegado al 66% de los inscritos para ejercer ese derecho--, sino por el extraordinario cambio que entraña en la cultura política norteamericana la victoria de un miembro de la comunidad negra que ha logrado imponerse en estados tradicionalmente blancos y republicanos. Sin que, en sentido contrario, los republicanos hayan logrado lo propio en estados tradicionalmente demócratas.

El elegante reconocimiento de la derrota hecho público por el senador John McCain forma parte de la condición histórica del momento. Al subrayar las circunstancias personales de Obama como el dato más valioso de su victoria, McCain demuestra que más allá del fragor de la campaña, de los errores cometidos y de la frustración personal, la sensibilidad histórica no es patrimonio exclusivo de los vencedores. Y pone de manifiesto que es un veterano político conservador muy por encima de la herencia envenenada legada por el presidente Bush al Partido Republicano, que en parte ha sido un losa en la campaña y que se ha puesto de manifiesto en las urnas.

Cuando el presidente Barack Obama se instale en la Casa Blanca, el próximo 20 de enero, lo hará como depositario del deseo de cambio manifestado por un electorado zarandeado por la crisis económica y financiera y decepcionado por el declive de su país. Pero lo hará también ante un mundo expectante, que ha saludado el resultado del martes como el adecuado para poner en orden la economía y desactivar los grandes conflictos.

Para ello contará el ya presidente electo Obama en el Congreso con una mayoría demócrata ampliada muy considerablemente, inicialmente rendida a la habilidad política y la dialéctica electrizante del presidente.

Pero sería un error a estas alturas aventurar que la gestión cotidiana de los asuntos estará impregnada del idealismo transparente de la celebración de la victoria durante la arenga de la noche del martes en Chicago.

Esta constatación deberá tenerla en cuenta de forma especial la opinión pública europea, que ha hecho de Barack Obama su candidato a la presidencia de la primera potencia mundial, pero que tendrá que acostumbrarse a que sus decisiones respondan en primera instancia a los intereses de Estados Unidos, algo innato al carácter y a la forma de ser del pueblo estadounidense.