Durante décadas, las mujeres hemos luchado por unos derechos y una representación digna y equivalente a la de nuestros compañeros masculinos; por salir de las cocinas y los estigmas machistas impuestos por el patriarcado, para que se nos escuche y se nos tome en serio. Hoy, aún queda camino por recorrer, pero se ha mejorado. Sin embargo, esta mejora no ha llegado sin unas connotaciones arraigadas y casi subconscientes, con unas consecuencias muy dañinas en la expresión de la feminidad. Afortunadamente, hoy no hay ningún problema en que tu hija juegue al fútbol, se vista con pantalones o adopte comportamientos masculinos. El problema está en la decepción que sientes cuando quiere vestir de rosa, jugar con muñecas, llevar tacones o cuando dice querer ser princesa de mayor. El problema está cuando mujeres y hombres ponen los ojos en blanco al ver a una mujer joven maquillada, vestida con falda corta y tacones e inmediatamente la tachan de tonta o vacía. Cuando demonizan la figura de Barbie sin pensar que tal vez nadie le ha impuesto vestir como viste, ser como es, sino que ella lo ha elegido. Tras tantos años de lucha para salir de los estereotipos impuestos, nos hemos -y nos han- convencido de que cualquier coincidencia con dichos estereotipos es dañina y vergonzosa. Tal vez, si nos quitamos las gafas de visión androcéntrica y examinamos nuestras actitudes, entenderemos que para lograr la igualdad hay que empezar por nosotros mismos.