Dramaturgo

Se imaginan ustedes el estado de ánimo de Juan Antonio Bardem dando una conferencia o participando en un coloquio sobre el futuro del cine español, sabiendo que podía quedarse muerto en mitad del debate y que estaba allí porque le ofrecían 50.000 pesetas para poder comer? Acierta usted si coincide conmigo en que este argumento parece salido de una película de Bardem, pero es real como la pensión asistencial que la Sociedad de Autores ha concedido a la viuda de Bardem para que pueda sacar sus muebles de un contenedor y ocupar un pisito de alquiler barato.

En este país no hay nada más terrible que tener talento, utilizarlo para comprometerse y, encima, lograr el éxito. Así le ocurrió a Bardem con sus películas y con su biografía (que, por cierto, intentó plasmar en un libro fallido, rápido y alimenticio porque se le iba la vida y no tenía para pagarse el entierro) que nos ha regalado obras maestras e imágenes de una España atroz y divertida, cosa difícil de aunar si uno no es un genio como él.

¿Se imaginan lo que le importaba el futuro del cine y de las artes hispanas a un hombre que después del coloquio tenía que ir a escape a pagar la factura de la luz porque se la podían cortar? ¿Se imaginan a Bardem escuchando en esos coloquios a alguno de estos nuevos directores que miden el éxito por cuota de pantalla y por el número de veces que han salido en Pasapalabra o en cualquier otro programa de televisión?

Vuelve esta Calle Mayor llamada España a gastar una de sus bromas macabras, a elevar la categoría de esperpento la vida y la muerte de uno de sus hijos, de uno de ésos que hacen buena la afirmación de que pensar y crear en este país es llorar.