TLta tarde había caído y en las calles del barrio apenas se veía movimiento. Parecía como que si casi todo el mundo estuviera aguardando el encendido de las luces navideñas protegiéndose del frío en la mesa camilla. En aquella zona de la ciudad, como tantas otras imagino, la vida latía débil: camareros solitarios, tiendas a medio gas y esa sensación de que los parques ya han cerrado sin aguardar a la noche.

Por un momento pensé que paseaba solitario, al borde de las orillas de entonces, convertidas en aceras oscurecidas por el invierno de ahora. Así fue cómo llegué hasta allí, a buscar una bebida caliente mientras aquellos tipos de la barra pasaban la tarde entre cartas y debates futbolísticos acerca de la crisis del Barcelona y el Balón de Oro para Ronaldo .

Y fue así cómo descubrí a aquel señor de bigote y pelo blanco que atendía el local con una amabilidad que ya le hubiera gustado a muchos. "Yo normalmente cobro 1,70 por el Cola-Cao, pero a usted se lo pongo a 1,10", me dijo cuando me dispuse a pagar tras haberme dejado para mí solo la lechera con la que rellenaba cafés. Toda una lección de cómo enganchar a un nuevo cliente sin necesidad de más. Me gustó aquel tipo a quien los clientes llamaban Susi , en un bar del barrio cacereño de Moctezuma, ese mismo en el que se respiraba la cotidianeidad de una ciudad que esperaba a la Navidad para dar rienda suelta a la luz de las calles y la diversión de sus vecinos.

Igual que la que sentí perdido por las calles de Llopis, cruzando aparcamientos en las 232 Viviendas y observando, incrédulo, cómo aún existían cabinas que habían sobrevivido al tsunami de los móviles. Una vez más, el barrio me había dado una lección.