TMte obsesiona la basura. Me ofusca hasta tal punto que la inmundicia dirige mis ojos de viajera. He sufrido una transformación: los signos del pasado que antes descubría en las piedras, ahora los busco en los contenedores repletos de días remotos. La grandiosidad de los monumentos queda mortificada por la insalubridad; los museos son ultrajados por la cochambre. Y es lo que busco cuando siento la melancolía del turista: la forma abstracta de la basura. Sin embargo, me dirijo a Portugal y me ataca la pulcritud. Y no he llegado a Portugal. Estoy en Extremadura, en Olivenza.

"¿Dónde están los contenedores?". "No hay, no los precisamos", me dice un vecino. Casi 20 personas se dedican a recoger las bolsas de despojos cada noche. Son 9.000 habitantes los que, como el coro de una zarzuela, salen cada noche a dejar sus restos. Y todo está pulcro. Las calles despejadas. El ambiente puro. Y no he llegado a Portugal. Es Olivenza.

Sigo caminando. Busco algún papel para patear. No lo encuentro. Me tropiezo con el ayuntamiento y una enorme cristalera me muestra el salón de plenos, de cara al ciudadano que cada noche saca su basura. Todo está despejado. Yo, baqueteada en lo turbio, sigo hacia Portugal sin encontrar una mísera colilla en el suelo.

*Periodista