El año que está a punto de finalizar ha registrado los peores casos de ataques informáticos que planificados con carácter planetario hicieron temblar las bases de las economías globalizadas. Virus maliciosos como el Wannacry y el Peyta infectaron ordenadores de grandes empresas, centros sanitarios y entidades financieras de todo el mundo. Los dos episodios revelaron nuevas estrategias de los piratas, capaces de robar archivos de usuarios, grandes corporaciones o gobiernos y pedir rescates para recuperarlos. Es lógico que ante tamañas amenazas se hayan disparado todas las alarmas. El Gobierno español anuncia que destinará 20 millones más en reforzar la seguridad del Estado con la creación de un mando único para coordinar operaciones de protección, detección y respuesta ante posibles ataques a los sistemas informáticos oficiales. Tras la batalla contra los delincuentes cibernéticos está en juego no solo las grandes relaciones internacionales, sino que, con la expansión del internet de las cosas y la conexión masiva de electrodomésticos a la Red, los piratas pueden entrar fácilmente en la vida de las economías más modestas. Sin emnbargo, esta legítima defensa propia frente a los ciberpiratas solo puede tener una reserva por parte de gobiernos y grandes corporaciones: el mantenimiento de la privacidad de los datos de los ciudadanos. De lo contrario sería caer en el pecado que se quiere evitar.