TRtin rin yo me remendaba yo me remendé... cargada de chocolate. Con esta breve descripción, propia de guionistas de la serie "Aída", se dan por inauguradas las tradicionales fiestas gastronómicas de diciembre, llamadas eufemísticamente por algunos Navidad. Si en verdad fuera la Navidad lo que a estas horas usted está a punto de celebrar, no debería preguntarse ¿qué hace comprando compulsivamente regalos, batiéndose entre fogones y preocupándose por el número de lentejuelas de su vestido?

Sea sincero y analice por un momento si en estos días, se ha parado a pensar en la trastienda luminosa que encierra la palabra Navidad. Por desgracia, la jungla del reclamo comercial, nos empaña el escaparate del humilde portal en que un niño pobre está a punto de nacer entre pañales, mullido entre la paja, reconfortado por el aliento de un buey y una mula, amparado por María y José, alumbrado por una estrella y arrullado por unos pastorcillos.

XSEA SINCEROx y confiese si no es verdad, que entre el barullo de copas y licores, ha dejado a un lado la verdadera fiesta del Nacimiento, para mí, el acontecimiento nuclear de estas fechas. Cada vez somos más los que deseamos evaporarnos del mapa, los que repudiamos el protocolo establecido cuando diciembre se erige como magia en el calendario, cada vez somos más los desterrados de este folclore nauseabundo en el que impera el marketing por encima de la serena reflexión del AMOR fraternal.

De niña, en casa, el canturreo de los dulces días navideños, era el del Amor, la armonía, la casa llena de gente que entraba y salía al calor de una mesa generosa en rescoldos, el olor a musgo fresco recién cortado en el campo y el relajante burbujeo del caldo en los peroles. Nada más ni nada menos.

Nos enseñaban a pedir por los demás, a visitar a los enfermos, a calcular que si en nuestro plato había más comida, era porque alguien estaba pasando hambre y entonces, emergía en nuestro corazón de niño comedido y sensato, un sentimiento maravilloso cuyo nombre creo recordar: agradecimiento.

Sí, agradecimiento fue lo que mis padres me enseñaron a tener por todo cuanto la vida me había proporcionado, una familia, un hogar, el pan nuestro de cada día, libros, ropa y alegría. La Navidad era eso, tiempo de meditar y compartir.

Ahora, de mayor, no escucho por ninguna parte la palabra Nacimiento, no veo ríos desbordados de fraternidad, ni padres sacrificados llevando a sus hijos a ver a los enfermos o a dar un ratito de compañía a los ancianos dolientes de soledad.

XDE NIÑA,x mi padre médico, me llevó a compartir la sopa de una triste Navidad con los viejitos y las monjas de un asilo, allí brotaba un amor alborotado que mi padre quiso dejarme grabado en los entresijos de la memoria.

Recuerdo que llevamos de regalo una radio, y fui testigo allí mismo del Nacimiento de un niño llamado Amor. Pude verlo en cada cucharada de sopa que las manos generosas de un ángel llamado sor Urbana, hacía llegar a la boca de un abuelo, o en las muchas caricias que ofrecía en círculos sobre un paisaje repleto de sillas de rueda y bastones de tantas abuelas. El bueno de mi padre me dejó en herencia aquella hermosa Navidad.

Ahora pienso en aquellos hermosos días, y me entristece ver alrededor, la fealdad que nos rodea, la pobreza que se esconde tras el espumillón. Yo creía que la Navidad era alegría íntima, un acto sencillo de revolución interior, de desnudamiento y pobreza en el sentido estricto de la palabra...

Yo creía en cosas bonitas, pero con los años he visto el furor de los hombres y los niños insaciables de este siglo.

Que alguien les cuente, que el Niño Dios nacerá una vez más, en el humilde escenario de un pesebre, llevando implícito en los pañales el mensaje sublime de la Noche Buena: desnudez, silencio, privación. Ojalá muchos niños tengan la suerte de tener un padre como el mío que me transmitió para siempre el espíritu de la Navidad.