La verdad es que el cine no hizo justicia a esa gran novela que es La hoguera de las vanidades. Ya saben, el trampantojo en forma de celuloide tiende a aderezar y «corregir» a su gusto todo lo que cae en sus redes, con lo que a veces le resta sabor al resultado. Con la novela de Tom Wolfe pasó eso, lo que probablemente hizo que su repercusión no haya sido la que, en opinión del que suscribe, merece. Cogemos prestado su título: primero, porque viene muy a cuento, ya verán; segundo, porque el mismo Wolfe se había inspirado en Thackeray y en la ciudad de Florencia. El dandy sureño sabrá comprendernos.

Es el retrato de una ciudad determinada, New York, que, más allá de esa foto de perfil en el Empire, es ajena a nuestra realidad. Un relato de un tiempo pasado, crecimiento económico exuberante y vulgaridad vestida de oro y lustrosa marca, de yuppies y riqueza exhibida en forma de motor alemán. Una época que escribió su leyenda de faunas urbanas dentro de señoriales edificios y fuera de las cloacas marginadas en los límites de la ciudad. En resumen, una novela coral, coyuntural y de marcado acento local. Pero queda lejos.

Lo que ocurre con las grandes obras es que traspasan sus estrecheces de su mise en scéne para hablarnos en un lenguaje universal: el de las pulsiones humanas. Las que hay en New York. Las que están presentes en la Extremadura de hoy: la ambición (desmedida), la pretenciosidad (vana), el engaño (sistemático).

Vamos a hablar del caso de los móviles Zetta y de su (supuesto) engaño. No hay nada peor que ostentar una cátedra que nadie te ha dado, así que no se trata de ser juez, jurado y parte, sino de analizar lo que está detrás: qué ha empujado toda esta situación.

Conocen los «hechos»: tres jóvenes extremeños que habían montado una compañía de terminales móviles, que pugnaban con el descaro del pez chico y con el ingenio por bandera por incluso llegar a competir con la mismísima Apple (innegable que el logo con la bellota te saca una sonrisa). Pero en menos de 24 horas, los mismos medios nacionales que les recibían como héroes y aupaban como ejemplo de esa nueva clase empresarial que anhelamos, empezaban a hablar sin ambages de una estafa a una escala que supera las fronteras extremeñas.

En honor a la verdad, ya existían en foros más especializados y en canales para iniciados la sospecha de que esos terminales Zetta no eran ni siquiera un clon de la marca china Xiaomi, sino directamente los mismos con pegatinas encima y precio muy superior. De esas fuentes arrancaron las pesquisas que llevaron a la indignación de saber que ese ingenio era más bien una desfachatez con licencia para engañar.

Si son o no culpables, ni me compete ni me apetece hacerlo. El juicio (social y procesal) que se les viene encima no es, desde luego, un trago dulce. Los indicios ciertamente dejan pocos resquicios a la duda, y tampoco ayuda una tremendamente errónea comunicación, con la web cerrada desde hace días y el silencio por toda respuesta desde la empresa. Pero todo eso, digo, me importa poco. Es el análisis de cómo han llegado hasta ahí lo que me preocupa.

Tramposos, dirán, ha habido siempre. Y el pervertido baile de timados y timadores es casi una constante en nuestra sociedad. Estoy de acuerdo, pero aquí hay algo más: el espíritu de una época desorientada y sobreinformada que acepta mensajes sin aliento crítico.

Lo de menos en estos chicos es que hayan sido recibidos por políticos, por el mismo presidente Vara (las prisas por criticar el encuentro --ya de por sí endebles-- se han visto contestadas con la falta real de ayudas públicas). Lo relevante es que simplemente determinadas etiquetas ayuden a ser bien acogidos sin más. Emprendedor, joven, extremeño. Tal fueron sus coartadas. Y la usaron como bandera y forma de publicidad. Su forma de venta (engaño) eran nuestras propias inercias.

Pero lo hicieron sobre todo porque sabían que funcionarían: nos venden «productos» económicos, nos hacen ver que hay compañías colaborativas como si fueran ONG, que el futuro es el emprendimiento. Todo eso no son más etiquetas que te liberan en tu conciencia, como coger en el supermercado todo lo que tiene el «light» puesto. Autoexculpaciones. Todavía me pregunto por qué no se limitaron a reconocer que los terminales eran chinos y hablar con la marca de la posibilidad de una comercialización distinta, casi un acuerdo de distribución. Pero, claro, te olvidas de la ambición, me diría Wolfe tocándose su sombrero blanco como saludo.