Mi madre me pregunta por mis hijos. Saco el teléfono móvil y le enseño las últimas fotografías. No puede reprimir los elogios. "Qué guapos son, y cuánta vida dan". Habla con admiración del mayor de los dos. "Qué buenos son estos niños, y qué cariñosos. Más lentos que los demás, pero qué felicidad dan". Lo dice así, en plural. Y antes de devolverme el teléfono llena de besos la pantalla. Quién puede explicarle que está besando un cristal y que tras él solo hay imágenes binarias (formadas por ceros y unos); ni siquiera está besando un papel. Pero si le explicara eso, mentiría, porque bien mirado mi madre no besa una imagen, besa a mis hijos, a sus nietos, palpa el calor de su piel, sus caras tiernas, besa su inocencia.

Acto seguido, se levanta para comprobar cómo está mi padre. "¿No te despiertas?". Pero mi padre, agotado, sigue durmiendo. Mi madre le da una caricia y lo llena de besos. En un rato ha besado a tres generaciones de Rodríguez . Y yo comienzo a pensar en esta familia, en los besos, en mis padres y en mis hijos. Pienso en lo que fuimos y en lo que somos. Y pienso que es una pena que mi padre esté dormido y no pueda decirme, sonriente y afectuoso: "¡Qué tío más grande!" para a continuación preguntarme: "¿Y tú quién eres?" "Soy tu hijo, padre". "¿Mi hijo?", pregunta incrédulo. Y entonces mira a mi madre, que asiente. "Claro, es Francisco. ¿No te acuerdas de él?"

Pero este consabido diálogo hoy no tendrá lugar, porque mi padre duerme. Así que las palabras no intervienen en un diálogo imposible dispuesto a destacar su falta de memoria. Hoy que está dormido es día para los besos. Todos nos besamos al despedirnos: es nuestra forma de recordar --ahora que aún somos jóvenes-- que seguimos siendo aquellos cuatro pequeños tesoros de corta edad que mi orgulloso padre subía sobre sus hombros indestructibles cuando la vida aún era un lugar hermoso.